Caballo de Troya
J. J. Benítez
tras la maldita llave, furioso contra mí mismo por tanta torpeza. Pero, cuando me disponía a
recogerla, una mano larga y segura se me adelantó. Al levantar la vista, un hilo de fuego me
perforó el estómago El servicial individuo era uno de los policías de servicio en la sucursal. En
silencio, y con una abierta sonrisa por todo comentario. el agente extendió su mano y me
entregó la llave. Dios quiso que supiera corresponder a aquel gesto con otra sonrisa de
circunstancias y que, sin abrir siquiera los labios, diera media vuelta en dirección al casillero
número 21.
Ahora tiemblo al pensar en lo que hubiera podido ocurrir si aquel representante de la ley me
hubiera hecho alguna pregunta...
Con el susto todavía en el cuerpo, tanteé el orificio con la punta de la llave. El corazón
brincaba sin piedad.
«¡Por favor, entra...! ¡Entra...!»
Dulcemente, como si me hubiera oído, la llave penetró hasta la cabeza.
Me dieron ganas de gritar. ¡Había entrado! En realidad no era mi mano derecha la que
sujetaba la llave. Era mi corazón, mi cerebro y todo mi ser...
Antes de proseguir, miré cautelosamente a izquierda y derecha. Todo parecía normal.
Tragué saliva e intenté abrir. Por más que tiré hacia afuera, la portezuela metálica no
respondió. Sentí cómo otra ola de sangre golpeaba mi estómago. ¿Qué estaba pasando? La
llave había entrado en la ranura... ¿Por qué no conseguía abrir el apartado?
En mitad de tanto nerviosismo y ofuscación comprendí que estaba forzando la cerradura en
un solo sentido: el izquierdo. Giré entonces hacia la derecha y la portezuela se abrió con un
leve chirrido.
Me hubiera gustado poder detener el tiempo. Después de tantos sacrificios, angustias y
quebraderos de cabeza, allí estaba yo, a las 10.15 del jueves, 5 de noviembre de 1981, a punto
de esclarecer el «misterio del mayor»...
En aquellos instantes, aunque parezca increíble, antes de proceder a la exploración del
apartado, sentí no disponer de una cámara fotográfica. Pero un elemental sentido de la
prudencia me hizo dejar el equipo en el hotel.
Alargué la mano y tanteé la superficie metálica del casillero. En la semipenumbra medio
adiviné la presencia de un par de bultos. Estaban al fondo del estrecho nicho rectangular. Al
palparlos los identifiqué con algo parecido a tubos o cilindros. Extraje uno y vi que se trataba de
una especie de cartucho de cartón, de unos treinta centímetros de longitud, perfecta y
sólidamente protegido por una funda de plástico o de papel plastificado. Su peso era muy
liviano. No presentaba inscripción o nombre alguno, excepción hecha de un pequeño número
(un «1»), dibujado en negro y a mano sobre una pequeña etiqueta blanca, pegada o adherida a
su vez sobre una de las caras circulares del cilindro. Todo ello, como digo, bajo un brillante
material plástico, cuidadosamente fijado al cartucho.
Me apresuré a sacar el segundo bulto. Era otro cilindro, gemelo al primero, pero con un «2»
en otra de sus caras.
De pronto comencé a experimentar una extraña prisa. Tuve la intensa sensación de que era
observado. Pero, dominando el deseo de volverme, introduje la mano en el apartado> haciendo
un tercer registro. Mis dedos tropezaron entonces con un sobre. Lo situé en la boca del nicho y,
antes de retirarlo, me aseguré que el casillero quedaba vacío. Repasé, incluso, las paredes
superior y laterales. Una vez convencido de que el box número 21 había quedado totalmente
limpio, eché mano de aquel sobre blanco y, sin examinarlo siquiera, procedí a cerrar la puerta.
Aparentando naturalidad, guardé la llave y me dirigí a la salida de la sucursal.
Por un momento me dieron ganas de correr. Pero, sacando fuerzas de flaqueza, me detuve a
medio camino. Prendí uno de los últimos ducados y aproveché aquella fingida excusa para
volverme. La verdad es que no aprecié nada sospechoso. El intenso movimiento de ciudadanos
había disminuido ligeramente, aunque aún se apreciaban pequeños grupos frente a las mesas
de mármol, en los distintos mostradores y junto a los bloques de los apartados. Algo más
sosegado, y suponiendo que aquel presentimiento podía deberse a mi excitación, crucé el
umbral, alejándome de la oficina de correos.
Tres cuartos de hora más tarde colgaba en el pomo de la puerta de mi habitación el cartel
verde de: No molesten. Deposité ambos cartuchos sobre el cristal de la mesita que me servía
de escritorio y retrocedí un par de pasos.
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