Caballo de Troya
J. J. Benítez
curiosos aguardaba pacientemente su turno para pasar ante la urna en la que se exhibe un
fragmento de roca lunar, no más grande que un cigarrillo. Un segundo trozo, mucho más
reducido, había sido incrustado al pie de la vitrina. Y como si se tratara de una reliquia sagrada,
cada visitante, al cruzar frente a la urna, pasaba sus dedos sobre la negra y desgastada piedra.
Por pura inercia abrí mi cuaderno de notas y fui describiendo cuanto observaba. Y,
naturalmente, terminé cayendo sobre la clave del mayor. Pero esta vez me detuve en el
original, en la versión inglesa.
Mi pésima costumbre de subrayar, dibujar y trazar mil garabatos sobre los libros o apuntes
que manejo, estaba a punto de sacudirme aquella profunda tristeza.
En realidad, todo empezó como un juego; como un simple e inconsciente alivio a la tensión
que soportaba. Sé de muchas personas que, cuando hablan por teléfono, meditan o,
sencillamente, conversan, acompañan sus palabras o pensamientos con los más absurdos
dibujos, líneas, círculos, etc., trazados sobre cualquier hoja de papel. Pues bien, como digo, en
aquellos instantes me dediqué a recuadrar -sin orden ni concierto- algunas de las palabras de
cada una de las cinco frases que formaban el mensaje cifrado.
La fortuna -¿o no sería la suerte?- quiso que yo encerrara en sendos rectángulos, entre
otras, las primeras palabras de cada una de las frases de la clave. A continuación, siguiendo
con aquel pasatiempo, me entretuve en atravesarlos con otras tantas líneas verticales.
Al leer de arriba abajo aquel aparente galimatías, una de las absurdas construcciones me
dejó de piedra. Las cinco primeras palabras de cada frase, leídas en este sentido vertical,
encerraban un significado. ¡Y qué significado!: «La llave abre el pasado.»
El resto de las frases así confeccionadas, sin embargo, no tenía sentido.
Antes de dar por buena la nueva pista, repasé el mensaje, trazando y uniendo las palabras
de arriba abajo, de izquierda a derecha y hasta en diagonal. Pero fue inútil. Las únicas que
arrojaban algo coherente -«casualmente»- eran las cinco primeras...
The guard -rezaba el mensaje en inglés- who keeps the vigil in front of the Tomb will reveal
the ritual ofArlington Cementery to you.
Key and ritual leadyou to Benjamin.
Open your eyes before John Fitzgerald Kennedy.
The brother lies to rest in 44-W. The shadow of the medlar tree covers him in the late
afternoon.
Past and future are my legacy.
¿Qué había querido decir el mayor con esta sexta pista? Intuitivamente ligué la nueva frase
con la última del mensaje: Pasado y futuro son mi legado. ¿Qué relación podía existir entre la
llave, el pasado y el futuro?
Animado por aquel súbito descubrimiento, aunque impotente
-lo reconozco- para despejar tanto misterio, me dispuse a esperar las primeras luces de
aquel jueves, que presentía particularmente intenso...
Al apearme aquel jueves, 5 de noviembre de 1981, frente a la sucursal de correos de la calle
Benjamin Franklin, noté que las rodillas se me doblaban. En mi mano derecha, cerrada como un
cepo, la pequeña llave que me entregara el mayor en el Yucatán aparecía ligeramente
empañada por un sudor frío e incómodo. Inspiré profundamente y crucé el umbral,
dirigiéndome con paso decidido hacia el muro donde relucía el enjambre de casilleros metálicos.
Había sido un acierto, sin duda, esperar a que el reloj marcara las diez de la mañana.
Decenas de personas se afanaban en aquellos momentos en las diferentes dependencias de
correos. Al situarme frente al apartado número 21, un nutrido grupo de ciudadanos especialmente personas de edad-, procedía a abrir sus respectivos depósitos, indiferentes a
cuanto les rodeaba.
Pasé la llave a mano izquierda y, en un gesto mecánico, sequé el creciente sudor de la
palma derecha contra la pana de mi pantalón gris. Volví a respirar lo más hondo posible y
recobré la pequeña llave, llevándola temblorosamente hasta la cerradura. Pero los nervios me
traicionaron. Antes de que pudiera comprobar siquiera si entraba o no en el orificio, la llave se
me fue de entre los dedos, cayendo sobre el pulido embaldosado blanco. El tintineo de la pieza
en sus múltiples rebotes sobre el pavimento me hizo palidecer. Me lancé como un autómata
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