Test Drive | Page 22

Caballo de Troya J. J. Benítez Anoté los datos, sin poder evitar que mi mano temblara en una mezcla de emoción y nerviosismo. Prendí un nuevo cigarrillo, buscando la manera de calmarme. Tenía que estar absolutamente seguro de que aquélla era la ansiada pista. Y recorrí las sesenta direcciones con una meticulosidad que ni yo mismo logro explicarme. Con sorpresa descubrí que el nombre de Benjamin Franklin se repetía tres veces más: en los puestos 14, 19 y 33 de la mencionada relación. En el resto de las oficinas de correos de Washington el nombre de Benjamin no figuraba para nada. Pero había algo que no terminaba de comprender. ¿Por qué cuatro servicios de correos en la misma calle de Benjamín Franklin? En el situado en el lugar número 14, el encabezamiento venía marcado por los números 6100-6199. El que ocupaba el puesto 19 en la lista registraba las cifras 7100-7999 y el último, en el número 33, era precedido por la numeración 1400114999. Me dirigí nuevamente al funcionario y le rogué que me explicara el significado de aquella numeración. La respuesta, rotunda y concisa, disipó mis dudas: -Son cuatro secciones, correspondientes a otros tantos P. Box o apartados de correos. En la primera de la lista, como usted ve, figuran los comprendidos entre los números 1 y 999, ambos inclusive... Supongo que aquel empleado de correos no había recibido hasta ese día un thank you tan efusivo y feliz como el mío... Salté de tres en tres las escalinatas de la gigantesca U. 5. Postal Service y me colé como un meteoro en el primer taxi que acertó a pasar. Eran las doce del mediodía del 4 de noviembre de 1981. Mientras me aproximaba a la calle Benjamin Franklin, dispuesto a aprovechar aquella racha de buena suerte, volví sobre la clave del mayor. Ahora empezaba a ver claro. «Mi llave y el "ritual" -es decir, el número 21- conducen a Benjamin.» «Casualmente», de las 60 oficinas de correos de todo Washington, sólo una se encuentra en una calle con el nombre de Benjamin. Y curiosamente también, en esa -y sólo en esa- sucursal se hallaba el apartado de correos número 21. Si tenemos en cuenta que las sesenta oficinas sumaban en 1981 más de 24000 apartados, ¿a qué conclusión podía llegar? Pero, a medio trayecto, mi gozo se vio en un pozo. ¡Había olvidado la llave en el hotel! En este caso, mi franciscana prudencia me había jugado una mala pasada. Consulté la hora. No había tiempo de volver al hotel y salir después hacia la sucursal de correos. Malhumorado, entré en las oficinas, dispuesto al menos a echar un vistazo. Pregunté por la venta de sellos y, con la excusa de escribir algunas tarjetas postales, merodeé durante poco más de quince minutos por las inmensas y luminosas salas. En la primera planta, adosados en una pared de mármol negro, se alineaban cientos de pequeñas puertecitas metálicas, de unos 12 centímetros de lado, con sus correspondientes números. Allí estaba mi objetivo. Afortunadamente para mí, el trasiego de ciudadanos era tal que el poli cía negro que vigilaba aquella primera planta no se percató de mis movimientos. Antes de abandonar la sucursal hice una rápida inspección de los casilleros, deteniéndome unos segundos frente al número 21. Por un momento tuve la sensación de que era el blanco de decenas de miradas. El orificio de la cerradura parecía corresponder -por su reducido tamaño- al de una llave como la que yo guardaba... Al reemprender el camino hacia el hotel, me di cuenta que las tarjetas postales seguían entre mis sudorosas manos. Ni Ana Benítez, ni mis padres, ni Alberto Schommer, ni Raquel, ni Castillo, ni Gloria de Larrañaga llegaron a recibir jamás tales recuerdos. Aquella tarde, en un último esfuerzo por relajarme, acudí al Museo del Espacio, en el paseo de Jefferson. A pesar de lo inminente, y aparentemente sencillo, de la fase final de la búsqueda de la información del mayor, las dudas se habían recrudecido. ¿Y si estuviera equivocado? ¿Y si aquel apartado de correos no fuera lo que buscaba con tanto empeño? La verdad es que estaba llegando al limite de mis posibilidades. Aquéllas -estaba seguroeran mis últimas horas en los Estados Unidos. Si no conseguía resolver el dilema, debería olvidarme del asunto durante mucho tiempo. Sentado en el hall del museo, inevitablemente solo y con una angustia capaz de matar a un caballo, eché de menos a alguien con quien compartir aquellos momentos de tensión. En el centro de la sala, una larga fila de turistas y 22