Caballo de Troya
J. J. Benítez
Un año después, en diciembre de 1982, al retornar a México con motivo de la presentación
de mi libro El misterio de la Virgen de Guadalupe, comprobé con cierto espanto que de haber
viajado en aquellas fechas al Yucatán mi visita habría sido estéril: según me confirmaron las
autoridades locales, Laurencio y su mujer habían abandonado la ciudad de Chichén Itzá poco
después del fallecimiento del mayor. Y aunque no he desistido del propósito de localizarlos,
hasta el momento sigo sin noticias del fiel compañero del ex oficial de las fuerzas aéreas
norteamericanas. Ni que decir tiene que mis primeros pasos en aquel invierno de 1982 fueron
encaminados a la localización de la tumba de mi amigo. Allí, frente a la modesta cruz de
madera, sostuve con el mayor mi último diálogo, agradeciéndole que hubiera puesto en mis
manos su mayor y más preciado tesoro...
Al pisar nuevamente Washington, mi primera preocupación no fue «Benjamín». Sentado
sobre la cama de la habitación de mi nuevo hotel -en esta ocasión, mucho más modesto que el
Marriot-, extendí sobre la colcha todo mi capital. Después de un concienzudo registro, mis
reservas ascendían a un total de 75 dólares y 1500 pesetas.
Aunque la tragedia parecía inevitable, no me dejé abatir por la realidad. Aún tenía las
tarjetas de crédito...
Durante aquellos días limité mi dieta a un desayuno lo más sólido posible y a un vaso de
leche con un modesto emparedado a la hora de acostarme. La verdad es que, enfrascado en las
pesquisas, y puesto que tampoco soy hombre de grandes apetitos, la cosa tampoco fue
excesivamente dolo