Caballo de Troya
J. J. Benítez
España, podía encontrarse en Nueva York, donde trabaja como profesor de la universidad de
Cornell. Era vital para mí localizarlo, con el fin de no hacer un viaje en balde hasta la república
mexicana.
Aquella misma mañana del martes 13 de octubre rogué a la telefonista del hotel que
insistiera -por tercera vez- y que marcara el teléfono de domicilio del doctor Tonsmann. Y a
media tarde, como digo, el aviso de la amable telefonista iba a trastocar todos mis planes. Al
otro lado del hilo telefónico, la esposa de José Aste me confirmaría que el científico tenía
previsto su regreso a México, procedente de Nueva York, los próximos miércoles o jueves.
Después de algunas dudas, se impuso mi sentido práctico y estimé que lo más oportuno era
congelar mis investigaciones en Washington. Tonsmann era una pieza básica en mi segundo
proyecto y no podía desperdiciar su fugaz estancia en México. Después de todo, yo era el único
que poseía la clave del secreto del mayor y eso me daba una cierta tranquilidad.
Y antes de que pudiera arrepentirme, hice las maletas y embarqué en el vuelo 905 de la
Easter Lines, rumbo a las ciudades de Atlanta y México (D.F.). Aquel miércoles, 14 de octubre
de 1981, iba a empezar para mí una segunda aventura, que meses más tarde quedaría
reflejada en mi libro número catorce: El misterio de Guadalupe.
A mí me suelen ocurrir estas cosas...
Durante horas había permanecido ante la tumba del presidente Kennedy, incapaz de atisbar
el secreto de aquella tercera frase en la clave del mayor.
Abre tus ojos ante John Fitzgerald Kennedy.
Pues bien, mis ojos se abrieron a 10.000 metros de altura y cuando me hallaba a miles de
kilómetros de Washington.
Mientras el reactor se dirigía a la ciudad de Atlanta, nuestra primera escala, tuve la
ocurrencia de intentar encajar el número 21 en las tres últimas frases del mensaje.
Debí cambiar de color porque la guapa azafata de la Easter, con aire de preocupación y
señalando la taza de café que oscilaba al borde de mis labios, comentó al tiempo que se
inclinaba sobre el respaldo de mi asiento:
¿Es que no le gusta el café?
-Perdón...
-Le pregunto si se encuentra bien.,
-¡Ah! -repuse volviendo a la realidad-, sí, estoy perfectamente... La culpa es del número
21...
La azafata levantó la vista y comprobó el número de mi asiento.
-No, disculpe -me adelanté, en un intento por evitar que aquel diálogo para besugos
terminara en algo peor-, es que últimamente sueño con el número 21...
La muchacha esbozó una sonrisa de compromiso y colocando su mano sobre mi hombro,
sentenció:
-¿Ha probado a jugar a la lotería?
Y desapareció pasillo adelante, convencida -supongo- de que el mundo está lleno de locos.
Por un instante, las largas piernas de la auxiliar de vuelo lograron sacarme de mis reflexiones.
Apuré el calé y volví a contar las letras que formaban el nombre y apellidos del fallecido
presidente norteamericano. No había duda. ¡Sumaban 21!
Aquel segundo hallazgo -y muy especialmente el hecho de que ambos apuntaran hacia el
número 21- confirmó mis sospechas iniciales. El mayor tenía que haber guardado su secreto en
algún depósito o recinto estrechamente vinculados con dicha cifra y, obviamente, con la llave
que me había entregado en Chichén Itzá. Consideré también la posibilidad de que «Benjamín»
fuera algún familiar o amigo del mayor, pero, en ese caso, ¿qué pintaban en todo aquello el
número y la llave?
Durante mi prolongada estancia en México, tentado estuve de hacer un alto en las
investigaciones sobre la Virgen de Guadalupe y volar al Yucatán para visitar a Laurencio. Pero
mis recursos económicos habían disminuido tan alarmantemente que, muy a pesar mío y si de
verdad quería rematar mis indagaciones en Washington, tuve que desistir y posponer aquella
visita a Chichén para mejor ocasión.
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