Caballo de Troya
J. J. Benítez
Con el fin de asegurarme, esperé los dos últimos cambios de la guardia y repetí los cálculos.
Los soldados números siete y ocho se comportaron exactamente igual.
Abstraído con aquella cifra a punto estuve de quedarme encerrado en el cementerio.
Con una extraña alegría volví a refugiarme en el hotel, sumiéndome en un sinfín de
cavilaciones.
A la mañana siguiente, y después ,de una noche prácticamente en vela, me uní a la comitiva
de periodistas. Aunque mis pensamientos seguían fijos en la Tumba del Soldado Desconocido y
en aquel misterioso número 21, opté por aprovechar aquella irrepetible oportunidad de visitar
el interior de la Casa Blanca y contemplar de cerca al presidente Reagan, al general y secretario
de Estado, Haig, y por supuesto, a los reyes de mi país.
Después de soportar un sinfín de controles y registros, me situé con mis compañeros en el
mimadísimo césped que se extiende frente a la famosa Casa Blanca.
A las diez en punto, y coincidiendo con la llegada de don Juan Carlos y doña Sofía, las
baterías situadas a un centenar de metros atronaron el espacio con las salvas de ordenanza.
Alguien, a mi espalda, había ido llevando la cuenta de los cañonazos e hizo un comentario
que nunca podré agradecer suficientemente:
-¡Veinte y veintiuno!
Me volví como movido por un resorte y pregunté:
-¿Es que son 21?
El periodista me miró de hito en hito y exclamó como si tuviera delante a un estúpido
ignorante:
-Es el saludo ritual... 21 salvas.
Al regresar al Marriott tomé el teléfono, dispuesto a solventar mis dudas de un plumazo.
Marqué el 6931174 y pregunté por míster Wilton, encargado de Relaciones Públicas y Prensa
en el Cementerio Nacional de Arlington.
El buen hombre debió quedar atónito al escuchar mi problema.
-Mire usted, soy periodista español y deseaba preguntarle si el número 21 guarda relación
con algún ritual...
-¿Se refiere usted a la Tumba del Soldado Desconocido?
-Sí.
-Efectivamente -puntualizó míster Wilton-, el ritual de Arlington se basa precisamente en ese
número. Como usted sabe, el saludo a los más altos dignatarios se basa en el número 21.
-Disculpe mi insistencia, pero ¿está usted seguro?
-Naturalmente.
Al colgar el auricular me dieron ganas de saltar y gritar. Abrí mi cuaderno de anotaciones y
repasé la clave del mayor.
Si el ritual de Arlington es el número 21, la segunda frase -llave y ritual conducen a
Benjamín- empezaba a tener cierto sentido. Estaba claro que mi llave y el número 21
guardaban una estrecha relación y que, si era capaz de descubrir quién o qué era «Benjamin»,
parte del misterio podrían quedar al descubierto.
Pero, ¿por dónde debía empezar?
En buena ley, aquella pequeña llave tenía que abrir algo. ¿Una vivienda quizá? Las reducidas
dimensiones de la misma no parecían encajar, sin embargo, con las llaves que se utilizan
habitualmente en las casas norteamericanas.
Descarté momentáneamente aquella posibilidad y me centré en otras ideas más lógicas.
¿Podía haber guardado el mayor su información en algún banco o en un apartado postal?
¿Se trataba por el contrario de una taquilla en algunos de los servicios de consigna en una
estación de ferrocarril?
Sólo había un medio para descifrar a «Benjamin»: armarse de paciencia y repasar -una por
una- las guías de teléfonos, de correos y de ferrocarriles de Washington.
Si esta primera exploración fallaba, tiempo habría de profundizar en otras direcciones.
Pero aquella laboriosa búsqueda iba a quedar súbitamente suspendida por una llamada
telefónica. A pesar de mi intensa dedicación al asunto del mayor norteamericano, yo no había
olvidado el tema de los fascinantes descubrimientos de los científicos de la N 4V