Caballo de Troya
J. J. Benítez
ilusiones respecto a la remota posibilidad de interrogarle sobre el «ritual de Arlington». En
aquella primera frase de su oscura clave, el mayor tampoco afirmaba que dicho soldado pudiera
transmitirme, de viva voz, el citado ritual. La expresión «te revelará» podía ser interpretada de
muy diversas formas, aunque casi desde el principio descarté la de un hipotético diálogo con el
miembro de la Vieja Guardia. El secreto tenía que estar en otra parte. Seguramente, y
considerando que un ritual es una ceremonia> habría que concentrar las fuerzas en todo lo
concerniente a dicho rito.
Un tanto aburrido, y por aquello de no levantar sospechas ante mi prolongada presencia en
la plaza este del anfiteatro> procure repartir la mañana y parte de la tarde entre el siempre
concurrido recinto del Soldado Desconocido y la lápida del malogrado presidente Kennedy,
ubicada a poco más de 300 metros, en la falda oriental de la colina que rematan precisamente
las mencionadas tres tumbas de los norteamericanos desconocidos.
Abre tus ojos ante John Fitzgerald Kennedy, rezaba la tercera frase del mensaje.
Pero, por más que los abrí, mi mente siguió en blanco. Sumé, incluso, los números de sus
fechas de nacimiento y muerte (1917-1963), sin resultado alguno. Por pura inercia, jugué con
la edad del presidente, montando un sinfín de cábalas tan absurdas como estériles. Creo que lo
único positivo de aquellas largas horas frente a la sepultura de Kennedy y de las de los dos
hijos que fallecieron antes que él fue el padrenuestro que dejé caer en silencio, como un
modesto reconocimiento a su trabajo.
A las tres de la tarde, hambriento y medio derrotado, me dejé caer sobre las pulcras y
blancas escalinatas del minúsculo anfiteatro que se levanta frente a las tres sepulturas. En mi
cuaderno; plagado de números, comentarios más o menos acertados y hasta dibujos de los
diez centinelas que había visto desfilar hasta ese momento, sólo había espacio ya para la
desilusión.
«Creo que voy a desfallecer -escribí-. No soy lo suficientemente inteligente. ..»
El centinela número seis, tras una de aquellas monótonas pausas pasó su mosquetón al
hombro contrario y reanudó el paso. De la forma más tonta, atraído probablemente por el brillo
de sus botines, comencé a contar cada una de las zancadas, al tiempo que las hacía coincidir
con un improperio, premio a mi probada ineptitud.
«…Tres (idiota)... cuatro (imbécil)... siete (necio)... veinte (mentecato)... veintiuno (iluso).»
El soldado se detuvo. Nueva pausa. Giró. Cambió el fusil. Nueva pausa. Y prosiguió su
desfile.
Dos (merluzo)... cuatro (burro)... doce (calamidad)... veinte (paranoico)... veintiuno...»
¿Veintiuno? El último insulto fue sustituido por un escalofrío. ¿He contado bien?
El centinela había dado 21 pasos. Mi decaimiento se esfumó. Me puse en pie y volví a contar.
«…diecinueve, veinte y ¡veintiuno!»
No me había equivocado. Aquella nueva pista hizo resucitar mi entusiasmo. ¿Cómo no me
había dado cuenta mucho antes?
Avancé hacia la cadena de seguridad y, reloj en mano, cronometré el tiempo que consumía
el soldado en cada desplazamiento.
¡21 segundos! ¿Veintiún pasos y veintiún segundos?
Hice nuevas pruebas y todas -absolutamente todas- arrojaban idéntico resultado.
¿Qué significaba aquello? ¿Se trataba de una casualidad?
Picado en mi amor propio me propuse contabilizar hasta el más insignificante de los
movimientos del centinela.
Fue entonces, al contar el tiempo invertido por el soldado en cada una de sus pausas,
cuando mi corazón comenzó a acelerarse: ¡21 segundos!
«No puede ser -me dije a mí mismo, temblando por la emoción-, seguramente estoy en un
error...»
Pero no. Como si se tratase de un robot, el centinela caminaba 21 pasos, empleando en ello
21 segundos. Se detenía exactamente durante 21 segundos, girando y cambiando el arma de
posición. La nueva pausa, antes de proseguir con el desfile, duraba otros 21 segundos y así
sucesivamente.
Anoté «mi» descubrimiento y releí la clave del mayor con una especial fruición.
El centinela que vela ante la tumba te revelará el ritual de Arlington. «No puede ser una
casualidad», me repetía obsesivamente. «Pero, ¿porqué 21? ¿Qué significa el número 21?»
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