Caballo de Troya
J. J. Benítez
En ese momento, el gigante -que seguía silencioso- entreabrió como pudo sus ojos, fijando
su mirada en mí. Traté de sonreírle y creo que lo conseguí. Era cuanto podía darle. Jesús captó
mi pobre pero sincera muestra de amistad y sus labios se estremecieron. Y, de pronto, ante mi
desconsuelo, una lágrima resbaló por su ojo izquierdo, hundiéndome aún más en la
impotencia...
El sicario que había advertido a los verdugos volvió a asomarse a la puerta y, con un gesto
de impaciencia, se abrió paso hasta el reo. Y tomándole por uno de los brazos le empujó hacia
la salida.
El Maestro, con paso vacilante, entró de nuevo en la sala del Sanedrín. La falta de sueño, el
dolor y el cansancio después de aquella paliza habían empezado a hacer mella en su
organismo.
Fui el último en abandonar aquel trágico lugar. Intencionadamente esperé a que hubiera
salido el último de los levitas para, agachándome, recoger el mechón de pelo que uno de los
policías había arrancado involuntariamente del cráneo de Jesús. Lo oculté en mi bolsa junto al
jirón ensangrentado de mi túnica y me apresuré a reincorporarme al Consejo del Sanedrín.
Los jueces habían ocupado los mismos puestos y el Nazareno, escoltado por el legionario y
otros dos sirvientes, trataba de mantenerse en pie frente al semicírculo. Su aspecto, a pesar del
rápido lavado de su rostro, era tan lamentable que aquella treintena de judíos no pudo reprimir
la sorpresa. Durante algunos minutos intercambiaron algunas sarcásticas miradas, imaginando
el suplicio a que había sido sometido el impostor y regocijándose, supongo, por el súbito
cambio de aquel majestuoso y sereno rostro.
Juan, que se había unido a mí, no acertaba a pronunciar palabra alguna. Sus ojos,
es