Caballo de Troya
J. J. Benítez
Obviamente, dentro de los planes de Caballo de Troya no se contemplaba la posibilidad de
que yo «reparase», ni mucho menos, las heridas que pudiera sufrir Jesús de Nazaret. Tal y
como ya he citado, ello estaba rigurosamente prohibido. Sin embargo, y puesto que los levitas
se disponían a asear la machacada faz del prisionero, consideré que aquélla era una irrepetible
ocasión de comprobar de cerca y personalmente los daños exteriores y visibles más graves. Sin
embargo, y a pesar de esta justificación, también hubo «algo» interno que me empujo a tomar
semejante decisión...
Tomé, pues, el pico del tosco manto y con toda la delicadeza de que fui capaz, comencé a
limpiar los grumos de sangre que se habían adherido al pómulo y mejilla izquierdos. Las
hemorragias, tanto la producida por la rotura de la ceja izquierda como la nasal, habían sido
espectaculares, aunque tuve la impresión de que la pérdida de sangre no era importante. A
juzgar por los reguerillos, plastones y sa