Caballo de Troya
J. J. Benítez
gravemente lastimada por la caída. Ello me hizo pensar que el Maestro aún se hallaba
consciente en el instante del choque con el pavimento, pudiendo, quizá, «amortiguar» el
violento impacto con un giro de la cabeza. La sangre, sin embargo, había empezado a manar en
abundancia, cubriendo en seguida la mitad izquierda de la cara.
Instintivamente, el Nazareno comenzó a inspirar profundamente. Poco a poco fue
recuperándose, aunque su rostro no guardaba semejanza alguna con aquel semblante
majestuoso y sereno que presentaba al entrar en la sede del Sanedrín.
La sangre había empezado a gotear desde su barba, manchando el manto y parte de la
túnica.
Los secuaces de Caifás, algo más apaciguados, se aislaron en uno de los ángulos de la
estancia, iniciando otro cambio de impresiones. Y al poco, el que se había desembarazado de su
ropón, lo recogió del suelo, lanzándolo sobre la cabeza del rabí. Una vez cubierto, otro de los
levitas se aproximó a Jesús, gritándole entre fuertes risotadas:
-¡Profetiza, liberador...! Dinos, ¿quién te ha pegado?
Y blandiendo un bastón de unos cuatro centímetros de diámetro con la mano izquierda
descargó un porrazo seco y aterrador sobre el rostro del silencioso Maestro. Este retrocedió
unos pasos como consecuencia del golpe, pero, antes de que pudiera desplomarse, otro de los
criados lo abrazó por la espalda, sosteniéndole.
Las carcajadas se contagiaron rápidamente y, uno tras otro, aquella chusma fue participando
en aquel juego despiadado1.
Las bofetadas y bastonazos se sucedieron durante los últimos diez minutos. Y a cada golpe,
el agresor entonaba la misma y cínica pregunta:
-¡Profetiza...! ¿Quién te ha pegado...? ¡Profetiza, bastardo!2.
Hacia las siete de la mañana, cuando el Nazareno, encorvado y apoyado contra uno de los
muros, parecía a punto de desfallecer, entraron en la estancia varios levitas, ordenando a sus
colegas que trasladasen al detenido ante el Consejo.
Cuando aquellos salvajes retiraron el manto de la cabeza del Maestro la sangre se me heló
en las venas. De no haber sabido previamente que aquél era Jesús, creo que no hubiera podido
reconocerle. El bastonazo -supongo que el primero-, y a pesar de que el tejido había
«acolchado» el golpe, había caído sobre el pómulo derecho y parte de la nariz, provocando la
hinchazón de ambas zonas. Este garrotazo o quizás los restantes puñetazos y bofetadas habían
ocasionado una aparatosa hemorragia nasal. Los regueros de sangre, ya reseca, salían de
ambas fosas, corriendo sobre los labios y empapando el bigote y la barba.
Los hematomas en ambos ojos eran tan acusados que el rabí apenas si podía abrirlos.
Aquel rostro roto, inflamado y con la mitad izquierda ensangrentada, dejó sin habla a
algunos de los criados y sicarios del Sanedrín. Evidentemente, el castigo había sido brutal. Y
ante mi sorpresa, varios de los levitas, nerviosos, empezaron a discutir sobre la conveniencia
de lavar y adecentar un poco la faz del Maestro. No por misericordia, por supuesto, sino por
temor a posibles represalias o recriminaciones de los jueces y, quizá, de los seguidores del
Nazareno. Y, al fin, uno de los sirvientes apuró el agua de la cántara, empapando un extremo
del ropón o manto con el que le habían cubierto.
En un arranque que nunca he logrado explicarme satisfactoriamente, me adelanté hacia el
policía, identificándome como médico y rogándole que me permitiera proceder al lavado del
rostro del Galileo y, de paso -les dije-, examinar las posibles fracturas.
Los policías accedieron un tanto aliviados, pero sugirieron que fuera diligente en el
«arreglo». El Consejo esperaba.
1
En los antiguos textos griegos se describe un juego, denominado «muïnda», que consistía en tapar los ojos de uno
de los jugadores (bien con un lienzo o con la propia mano). Este debía adivinar el objeto que se le presentaba o a la
persona que le tocaba. Si acertaba, ocupaba su puesto aquel que había perdido.
2
El «bastardo», aunque existían diferentes interpretaciones, era, en líneas generales, el hijo nacido del adulterio.
No eran admitidos en la asamblea de Israel y tampoco sus descendientes, «hasta la décima generación». No podían
contraer matrimonio con ningún miembro legítimo de la comunidad judía, discutiéndose vivamente, incluso, si las
familias de bastardos podrían participar en la liberación final de Israel. Este insulto era considerado como una de las
peores injurias. Aquel que lo empleaba podía ser condenado a 39 azotes. (N. del m.)
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