Caballo de Troya
J. J. Benítez
Los restos de los esputos de la mejilla derecha del rabí quedaron adheridos a la palma de la
mano del esbirro quien, con una mueca de repugnancia, sacudió sus dedos una y otra vez,
tratando de liberarse de aquellas inmundicias. Finalmente aproximó su mano al manto del
Nazareno, restregándola sobre la tela.
Cuando el legionario intentó cortar aquel súbito y salvaje ataque, uno de los guardianes del
Templo le tomó por el hombro y, apartándole del rabí, le entregó una pequeña bolsa de cuero,
susurrándole que no interviniese y que repartiese aquellas monedas conmigo. El soborno volvió
mudo y sordo al soldado, quien, a partir de ese momento, no se movió ya de uno de los
ángulos de la sala. Su satisfacción creció cuando me negué a aceptar mi parte.
A pesar del resentimiento que había empezado a quemar mis entrañas, no pude hacer otra
cosa que observar y tratar de no alterar los acontecimientos, tal y como marcaba el código de
Caballo de Troya...
Y desde ese instante, una lluvia de puñetazos y bofetadas empezó a caer sobre el cuerpo del
Maestro.
De vez en cuando, entre golpe y golpe, algunos de los levitas volvían a interrogarle...
-¡Responde...! ¿Cuántos sois...? ¿Cómo se llaman tus seguidores...? ¿Quién ha tomado el
mando...?
Jesús, con los labios rotos por los impactos, no cedía. Algunos de los puñetazos habían ido a
estrellarse contra sus ojos, provocando una lenta pero alarmante hinchazón.
En medio de aquella iniquidad quedé maravillado una vez más ante la serenidad y fortaleza
física de aquel galileo. Muchos de aquellos golpes, lanzados con frialdad sobre puntos tan
delicados y vulnerables como ojos, labios, oídos, riñones y estómago, hubieran tumbado a un
hombre normal. Sin embargo, el Nazareno -aunque llegó a tambalearse en varias ocasiones- no
dejó escapar un solo lamento, conservando siempre el equilibrio.
El hermético silencio del reo fue avivando el furor de los levitas, que arreciaron en sus
agresiones.
Sudorosos, jadeantes y arrastrados por el paroxismo, aquellos energúmenos, no satisfechos
con el violento castigo que estaban infligiéndole, fueron en busca de una cántara de agua,
sometiendo a Jesús a uno de los suplicios más angustiosos que haya podido inventar el ser
humano.
Uno de los sicarios se situó a espaldas del Galileo, tirando violentamente de sus cabellos.
Automáticamente, el fornido cuerpo se dobló hacia atrás. Y un segundo policía procedió a abrir
los labios de Jesús mientras un tercero, que cargaba el cántaro, comenzaba a vaciar el agua en
la boca del Nazareno. El liquido fue penetrando a borbotones durante varios e interminables
segundos, hasta que, finalmente, el rabí se vio atacado por un seco e intenso golpe de tos que
puso punto final á la tortura. Sin saberlo, aquellas bestias humanas habían aliviado -¡y de qué
forma!- el castigado organismo del prisionero. (A raíz del «stress» registrado en el huerto de
Getsemaní, el Maestro de Galilea había empezado a experimentar un grave y determinante
proceso de deshidratación, que se vería sensiblemente incrementado después de los azotes.)
El doméstico que sostenía el recipiente de barro se echó a un lado y, mientras el levita
seguía tirando del pelo del reo, otro de los esbirros levantó su pierna izquierda, lanzando un
puntapié contra el bajo vientre del indefenso prisionero.
Fue una de las pocas veces que escuché un gemido en boca de Jesús. El dolor tuvo que ser
tan lacerante que, a pesar de hallarse doblado hacia atrás, el tronco y la cabeza del Galileo se
enderezaron en un movimiento reflejo, al tiempo que sus rodillas se doblaban. Y en décimas de
segundo, el Cristo cayó sobre el piso, golpeándose el rostro contra las losas.
-¡Estúpidos! -intervino el legionario, acudiendo en socorro del inmóvil cuerpo del preso-. ¿Es
que pretendéis acabar con él...?
El policía que había estado tirando de sus cabellos soltó el mechón de pelo que había
quedado entre sus dedos y arrebatándole el cántaro a su compinche arrojó el contenido sobre
la nuca del Nazareno.
Sinceramente, y puesto que Jesús había caído de bruces, no pude comprobar si -como me
temía- había perdido el conocimiento. Al seguir con las muñecas atadas a la espalda, tuvieron
que ser los criados y levitas quienes, ayudados por el centinela romano, le incorporasen.
Cuando, al fin, acerté a ver su rostro un escalofrío me reco '&