Caballo de Troya
J. J. Benítez
propiamente dichos. Y esto fue lo que aconteció, mientras los jueces deliberaban en el jardín
central del edificio.
Sin dudarlo un instante me fui detrás del soldado que custodiaba a Jesús, mientras Juan,
muy afectado por aquella repulsiva deshonra de la persona de su Maestro, salía al exterior,
tratando de respirar aire puro y de recuperarse física y emocionalmente.
Pero, a los pocos minutos, lo vi entrar en la sala donde los levitas habían conducido a Jesús.
Nos encontrábamos en un cubículo de reducidas dimensiones, totalmente vacío, desnudo de
muebles y sin ventilación alguna. Dos de los domésticos del Sanedrín sostenían sendas
antorchas que, juntamente con tres pequeñas lucernas de aceite colgadas en los muros de
ladrillo, iluminaban el rectángulo con una luz rojiza y fantasmagórica.
El Nazareno fue situado en el centro del húmedo y maloliente aposento, mientras los policías
y criados del templo -una docena, más o menos- tomaban posiciones, bien recostándose sobre
las paredes o sentándose en el duro suelo.
Mi primera impresión, al comprobar el silencio y total indiferencia de aquellos individuos, fue
relativamente tranquilizadora. Estaba claro que los sicarios de Caifás habían recibido órdenes
de custodiar al reo y esperar la reanudación del proceso. Pero, cuando apenas habían
transcurrido un par de minutos, uno de los levitas que había acompañado al Consejo se asomó
a la puerta, llamando por señas a uno de los que portaban una tea. Después de un breve
cuchicheo, el recién llegado desapareció y el de la antorcha dio unos pasos hacia sus
compañeros de habitación, transmitiéndoles la orden que, sin duda, acababa de traer aquel
policía.
Los criados y levitas formaron un corrillo, dialogando en voz baja y dirigiendo continuas
ojeadas al preso. Algo tramaban...
En esos críticos momentos, Jesús volvió a levantar el rostro, buscando con la mirada. Al fin,
se detuvo en Juan, que seguía muy cerca de la puerta. Y sin pronunciar una sola palabra le hizo
un gesto con la cabeza, ordenándole que saliera de la habitación. Aquella señal fue tajante.
Pero el discípulo dudó, respondiéndole con una negativa. El Maestro, por segunda y última vez,
echó su cabeza hacía la derecha, indicándole la puerta. En los ojos del Nazareno había una
fuerza y una seguridad tales que, al final, Juan terminó por ceder, saliendo del lugar.
El legionario, testigo, como yo, de la silenciosa orden del reo, me interrogó con su mirada.
Pero sólo pude encogerme de hombros. En ese instante no podía entender por qué Jesús de
Nazaret había obligado a su inseparable amigo a que nos abandonase. Lamentablemente, no
tardaría en averiguarlo...
Una vez que Juan hubo salido, el Maestro se limitó a observarme durante escasos segundos.
En aquellos ojos, semientornados como consecuencia de los salivazos -ya resecos-, adiviné una
mezcla de infinita tristeza y resignación. A continuación, el gigante bajó nuevamente la cabeza,
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