Caballo de Troya
J. J. Benítez
El suegro del sumo sacerdote, que fue el único que permaneció sentado y en silencio, solicitó
calma. Y cuando el último de los sanedritas había obedecido la orden de Anás, éste se dirigió al
alterado Consejo sugiriendo que se buscaran nuevas acusaciones. Especialmente, cargos que
pudieran comprometer al Nazareno frente a la autoridad romana. Con una inteligencia mucho
más sutil que la del resto de los allí congregados, el veterano ex sumo sacerdote les dio a
entender que aquellas alegaciones podían no satisfacer a Poncio Pilato.
Pero los sacerdotes, con Caifás a la cabeza, se opusieron rotundamente. Y durante un buen
rato, los jefes del templo, escribas y fariseos discutieron acaloradamente, pisándose la palabra
unos a otros. De aquella agria polémica deduje que los archiereis -tal y como ya había
demostrado Caifás- no deseaban demorar el proceso por dos razones básicas:
Primera, porque era el día de la «preparación» de la Pascua y, según la Ley, todos los
trabajos debían concluir antes del mediodía.
Segunda, porque el temor general apuntaba hacia la posibilidad de que el procurador dejara
Jerusalén, regresando a su base: Cesárea.
Este último extremo pesó mucho más que el primero. Si Poncio dejaba la ciudad santa, las
maniobras del Sanedrín habrían resultado estériles.
Anás no pudo controlar la situación y los jueces, imitando al sumo sacerdote, se levantaron,
abandonando la sala. Pero antes, uno tras otro, pasaron por delante del Maestro, escupiéndole
en el rostro. Si no recuerdo mal fueron treinta salivazos. Mejor dicho, esputos y salivazos, quizá
a partes iguales.
Cuando el Maestro pasó a nuestro lado, camino de la es F