Caballo de Troya
J. J. Benítez
Y con voz premiosa y vacilante, pegando casi el documento a los ojos, dio lectura a los
cargos que, obviamente, habían sido fijados antes, incluso, de la sesión del Sanedrín:
«... El acusado desvía peligrosamente a las gentes del pueblo y, además, les enseña.
»… El acusado es un revolucionario fanático que aconseja la violencia contra el Templo
sagrado y, además, puede destruirlo.
»... El acusado enseña y practica la magia y la astrología1. La prueba de que prometa
edificar un nuevo santuario en tres días y sin ayuda de las manos es concluyente.»
Juan, estupefacto, me hizo ver algo que estaba claro como la luz:
la redacción de semejantes acusaciones tenía que haber sido hecha de mutuo acuerdo con
los falsos testigos.
Pero las indignidades de aquel consejo no habían hecho más que empezar.
Anás volvió a enrollar el pergamino y aguardó, en pie, la respuesta del reo. Sin embargo,
Jesús no movió un solo músculo.
El anciano, visiblemente contrariado, se dejó caer sobre el banco y aquel denso y
amenazante silencio inundó de nuevo la cámara.
En un acceso de ira, Caifás saltó de su puesto y llegando frente al Maestro le conminó con el
dedo, gritándole:
-En nombre de Dios vivo -¡bendito sea!- te ordeno que me digas si eres el liberador, el Hijo
de Dios..., ¡bendito sea su nombre!
Esta vez, Jesús, bajando sus ojos hacia el menguado y colérico sumo sacerdote, sí dejó oír
su potente voz:
-Lo soy... Y pronto iré junto al Padre. En breve, el Hijo del Hombre será revestido de poder y
reinará de nuevo sobre los ejércitos celestiales.
Las palabras del Nazareno, rotundas, retumbaron en la sala como un mazazo. Caifás retrocedió
dos pasos. Tenía la boca abierta y temblorosa y sus ojos aparecían inyectados desangre, al
igual que su cara y cuello. Sin dejar de mirar a Jesús echó mano de las cinco hazalejas que
rodeaban su pecho y, con un tirón, hizo saltar los pasadores que sujetaban dichas bandas por
la espalda2.
La sagrada ornamentación del sumo sacerdote cayó sobre el piso, con un casi imperceptible
chasquido de las agujas de marfil al estrellarse contra el enlosado.
Y Caifás, fuera de sí, exclamó con voz quebrada por la congestión, al tiempo que una
involuntaria «lluvia» de gotitas de saliva saltaba por los aires:
-¿Qué necesidad tenemos de testigos...? ¡Ya han oído la blasfemia de este hombre...! ¿Qué
creen y cómo hemos de proceder con este violador?
La treintena de saduceos, fariseos y escribas se puso de pie como uno solo hombre,
vociferando a coro:
-¡Merece la muerte...! ¡Crucifixión...! ¡Crucifixión!
La acelerada palpitación de las arterias del cuello de Caifás demostraban muy a las claras
que su organismo estaba experimentando una importante descarga de adrenalina. Y con la
misma furia con que había desgarrado parte de sus vestiduras volvió a encararse con el
Maestro, lanzando un violento revés a la mejilla izquierda de Jesús. Los sellos de la mano
izquierda del sumo sacerdote (llegué a identificar una piedra de jaspe, un sardio y una
cornerina) hirieron el pómulo y dos finísimos reguerillos de sangre se abrieron paso hacia la
barba.
Pero el Galileo no dejó escapar un solo lamento. Bajó los ojos y ya no volvería a levantarlos
hasta que la policía del Templo le condujo a la sala donde había visto congregados a los
testigos.
El yerno de Anás se retiró a su puesto, mientras el coro de jueces seguía vociferando:
«¡Muerte...! ¡Muerte...!»
Juan se aferró a mi brazo, mordiendo el manto en un ataque de impotencia y desesperación.
Pero nadie, ni siquiera el legionario, movió un solo dedo en defensa de Jesús.
1
La astrología estaba entonces severamente penada. Rops asegura que era una «ciencia funesta» que engendraba
todas las maldades. (N. de J. J. Benítez.)
2
En aquel tiempo, ni los hombres ni las mujeres usaban botones. En Israel no eran conocidos. En su lugar
utilizaban pasadores: una especie de aguja grande con un orificio en el centro al que se aseguraba un cordón. Se usaba
insertándolo en la tela y pasando el cordón por detrás de la punta y la cabeza. (N. del m.)
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