Caballo de Troya
J. J. Benítez
El aleccionado testigo expuso entonces el incidente protagonizado por una adúltera, salvada
del apedreamiento popular cuando Jesús, dirigiéndose a la muchedumbre, invitó a que «aquel
que estuviera libre de pecado arrojase la primera piedra».
Para el retorcido hebreo, aquel gesto constituía delito, ya que incitaba al asesinato...
La grotesca escena se vio un tanto distendida cuando, súbitamente, los 23 jueces y el resto
de los miembros del Sanedrín se pusieron en pie. En la sala se hizo un espeso silencio y uno de
los saduceos el que se sentaba a la derecha de Caifás- se retiró de su puesto, cediendo el lugar
a un individuo menudo y encorvado que acababa de irrumpir en la sala.
-Es Anás -me susurró Juan.
Durante mi estancia en el palacete del ex sumo sacerdote no había tenido oportunidad de
conocerle. Ahora, al verle subir al estrado ayudado por dos de sus siervos, sentí cierta
decepción. El poderoso suegro de Caifás y padre de la influyente familia sacerdotal era en
realidad un viejo decrépito, muy próximo a los 70 años y aquejado de una avanzada dolencia
de Parkinson. Como sâgan o presidente de la cámara de los «ancianos» ocupó el asiento
ubicado a la derecha del sumo sacerdote en funciones aquel año. Inmediatamente, el resto de
los jueces volvió a acomodarse y Caifás, con un displicente gesto de sus regordetas manos,
indicó a los testigos que prosiguieran.
A pesar de su más que probable esclerosis cerebral, Anás o Anano -como lo llama Josefoconservaba unos ojos de rapaz nocturna, grandes y vertiginosos. Nada más sentarse
recorrieron la sala, yendo a posarse en los del Maestro. Y el temblor de sus manos se acentuó.
Jesús sostuvo su mirada y Anás, indeciso, trató de esconder las apergaminadas manos bajo
el ropón de púrpura que le cubría. Después, desviando su atención hacia el inquisidor de turno,
pareció olvidarse del Galileo.
Este hombre -había empezado a proclamar el testigo- afirmó que destruiría el templo y que
en tres días edificaría otro, pero sin la ayuda de la mano del hombre.
Los archontes o jefes del templo habían encontrado, al fin, un argumento condenatorio lo
suficientemente sólido. Por supuesto, aquello no era lo que había dicho Jesús. Además, ni este
testigo ni el siguiente, que ratificó cuanto había dicho su compañero, hicieron alusión alguna al
decisivo gesto del rabí cuando, al tiempo que pronunciaba aquellas proféticas palabras,
señalaba hacia su cuerpo con el dedo.
Si no recuerdo mal, aquél fue el único testimonio en el que dos sujetos lograron ponerse de
acuerdo.
Antes de que concluyeran 105 testigos, el clamor de los archiereis o sacerdotes jefes fue
general, turbando el orden de la sala con exageradas muestras de desagrado e incredulidad.
Caifás levantó sus brazos pidiendo calma, mientras una cínica sonrisa se dibujaba en su
rostro. Y el silencio se restableció poco a poco. En esos momentos, Anás hizo una señal a su
yerno. Este se inclinó y el ex sumo sacerdote le comentó algo al oído. Al terminar, ambos
tenían los ojos fijos en Jesús. Este seguía imperturbable. Ninguna de las alegaciones había
logrado alterar su ánimo.
-¿No contestas a ninguna de las acusaciones? -le gritó de pronto Caifás, con aquella voz
chillona y desagradable.
Los jueces, testigos, levitas y el resto de 105 asistentes, incluido Judas, esperaron la
respuesta del Galileo. Fue inútil. El Maestro, con los ojos puestos en Caifás, no despegó sus
labios.
Aquel silencio del acusado, unido a su gran entereza, hizo enrojecer a Caifás. Sus párpados
empezaron a cerrarse y abrirse rítmicamente, presa de un «tic» nervioso. Es muy posible que el
odio de aquel hebreo hacia Jesús de Nazaret alcanzase en aquellos minutos unas cimas
extremas. Y estoy casi seguro también que, por encima de las enseñanzas y milagros del
Cristo, lo que verdaderamente alimentaba la venganza del sumo sacerdote era el dominio de
que hacía constante gala el Maestro. Si Jesús se hubiera humillado o adoptado una postura
conciliadora, quizá el simulacro de proceso no hubiera arrastrado tan dolorosas consecuencias
para la persona del rabí de Galilea.
Cuando todo parecía indicar que Caifás estaba a punto de estallar, Anás se incorporó. Extrajo
un rollo de pergamino del interior de su manga derecha y, mientras procedía a desplegarlo,
anunció al tribunal que «aquella amenaza del Galileo de destruir el Templo era razón más que
suficiente como para considerar las siguientes acusaciones...»
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