Caballo de Troya
J. J. Benítez
Frente a estos asientos -cerrando el semicírculo-, observé tres filas de bancos, igualmente de
madera, pero sobre el enlosado del piso y, por tanto, en un nivel mucho más bajo.
Cuando entramos, el asiento en forma de media luna estaba ya ocupado por un total de 23
sacerdotes. Otros seis o siete se habían acomodado en la primera de las tres hileras de bancos
ya mencionadas. Las otras dos filas permanecían vacías. (Posteriormente al contrastar estas
informaciones con las del ordenador central de la «cuna» pude sacar en conclusión que aquella
media docena de saduceos y fariseos que se sentaba fuera del semicírculo había obrado así,
simplemente porque aquel lugar era la sede del llamado «Sanedrín menor»1, formado única y
exclusivamente por 23 miembros. Caifás había logrado reunir a una treintena de «adeptos» y,
en consecuencia, no todos pudieron tomar asiento en el tribunal oficial.)
Sentados en el filo del entarimado, y frente a cada uno de los dos extremos del semicírculo,
se hallaban dos escribas «judiciales». Vestían sus tradicionales túnicas de lino blanco, portando
en sendas fajas unas cajitas de madera de las que empezaron a extraer sus útiles de escritorio:
plumas de caña, dos reducidos frascos que hacían las veces de tinteros y varios rollos de cuero.
A decir verdad, aquellos dos escribas fueron lo único legal y correcto en todo aquel simulacro
de juicio. (Uno, según la Misná, se encargaba de ir recogiendo las alegaciones en favor de la
absolución del detenido o detenidos, y el segundo escribía las propuestas de condenación.)
Jesús, siempre en compañía del legionario que controlaba la cuerda que amarraba sus
muñecas, fue obligado a situarse al píe mismo del entarimado, de cara a los jueces y dando la
espalda a las tres filas de bancos.
Juan y yo, en compañía de otros levitas y domésticos del Sanedrín, tomamos posiciones por
detrás de esas hileras de asientos y a la izquierda del Maestro. Al fondo de la sala, a través de
una puerta situada a nuestras espaldas y que permanecía entreabierta, descubrí un grupo de
hebreos. Pero, a juzgar por su indumentaria, no parecían sacerdotes ni miembros del Sanedrín.
(La incógnita no tardaría en despejarse.)
Desde un primer momento me llamó la atención un personaje que ocupaba el centro de
aquel tribunal. Debía rondar los cincuenta años. No era muy alt