Caballo de Troya
J. J. Benítez
La comitiva enfiló las desnudas calles de Jerusalén en el momento en que las trompetas del
Templo procedían a despertar a la población. Pregunté a Juan si sabía a dónde nos dirigíamos.
-Los sacerdotes enviados por Caifás -me dijo- anunciaron al suegro de esa rata que el
tribunal del Sanedrín estaba dispuesto. Me temo que pronto lo sabremos...
En ese momento, Eliseo abrió de nuevo su conexión, advirtiéndome que eran las cinco horas
y cuarenta y dos minutos. Su nuevo «parte» meteorológico vino a confirmar lo que ya me había
adelantado el día anterior: constante subida de los barómetros e incremento de la velocidad del
viento, con riesgo de «siroco».
Aquel amanecer, efectivamente, no fue tan fresco como los anteriores.
El pelotón tiraba con prisas del Maestro. Así que me apresuré a interrogar a Juan, el de
Zebedeo, sobre lo ocurrido en el interior de la casa del poderoso e influyente Anás.
Tal y como sospechaba -siempre según el testimonio de Juan, que no se apartó un momento
de Jesús-, Anás se tomó el encuentro con el Galileo con una lentitud muy extraña. La presencia
del rabí ante el ex sumo sacerdote carecía prácticamente de sentido, de no haber sido por la
estratagema urdida entre Caifás y su suegro, a fin de retenerle en un lugar seguro hasta que
los saduceos, escribas y fariseos comprometidos en la trampa terminaran de comparecer ante
el sumo sacerdote.
José de Arimatea, que asistió a parte del interrogatorio y que había preferido quedarse con
Anás, completaría horas más tarde la narración de Juan, explicándome que el hábil suegro de
Caifás tenía, desde un primer momento, la secreta intención de liquidar allí mismo aquel
enojoso asunto. Por lo visto, conociendo el carácter violento e impulsivo de su yerno, no
deseaba que la causa contra el Maestro cayera en sus manos. Pero la inesperada postura de
Jesús de Nazaret abortó sus planes...
Anás -me informó el discípulo amado del rabí- conocía al Maestro desde hacía varios años.
Como todo el mundo en Israel, también él había oído hablar de las señales, prodigios y
enseñanzas de Jesús.
»Al recibirnos en sus estancias privadas, Anás quiso prescindir del representante del optio y
de mí mismo, pero el legionario se opuso, advirtiéndole que se trataba de una orden del
procurador. Como sabes, las relaciones de ese corrompido sacerdote con los romanos son
excelentes y, finalmente, tuvo que resignarse.
«Se sentó en una de las sillas y permaneció un buen rato sin pronunciar palabra, observando
al Maestro con gran curiosidad.
«Después, con su habitual presunción y autosuficiencia, se dirigió a Jesús en los siguientes
términos:
«-Ya sabes que tengo que hacer algo en cuanto a tus enseñanzas... Estás perturbando la paz
y el orden de nuestro país.
»El Maestro levantó la cabeza y le miró fijamente. Pero no abrió los labios.
«Aquello no le gustó a Anás. Sus nervios empezaron a fallar y sin poder ocultar la rabia le
exigió:
»-¡Dime los nombres de tus discípulos...!
«Pero el Maestro siguió callado. Y, sin pestañear, continuó con sus ojos fijos en los del viejo
reptil.
«Te juro, Jasón, que muy pocas veces había visto tanta majestuosidad en el rostro de
nuestro Maestro. Mientras Anás se encolerizaba por momentos, Jesús, en pie y a pesar de estar
amarrado, le demostraba a ese bastardo su verdadera grandeza...
A pesar de las circunstancias, Juan hablaba del Galileo con el mismo o mayor entusiasmo, si
cabe, que lo había hecho en ocasiones como la de su entrada triunfal en Jerusalén.
-Entonces, ante mi sorpresa, y supongo que la de Jesús -prosiguió el joven Zebedeo-, Anás
cambió de táctica. Llegó a sugerir al Maestro que estaba dispuesto a