Test Drive | Page 224

Caballo de Troya J. J. Benítez empalizada de piedra del huerto de Simón, algo le obligó a detener su huida. Y ciego de rabia se ocultó entre los olivos, dispuestos a seguir a la chusma que había capturado al rabí. Y allí continuamos hasta que, pocos minutos antes del alba, la portera y la sirvienta que habían comprometido la seguridad del apóstol con sus preguntas, volvieron a la carga. Se acercaron sin previo aviso hasta nosotros y, sin levantar apenas la voz, la guardesa le comentó en tono sereno y desprovisto de aquella malicia inicial: -Estoy segura de que eres uno de los discípulos de este Jesús. No sólo porque uno de sus lides me pidió que te dejara pasar al patio, sino también porque mi hermano te ha visto en el Templo con ese hombre... ¿A qué negarlo? Y por cuarta vez, Pedro volvió a negar cualquier conexión con el Nazareno. Pero, en esta oportunidad, su negativa fue mucho más fría y calculada. Sus anteriores razonamientos sobre la falta de autoridad legal por parte de las mujeres para acusarle y la circunstancia de que este nuevo ataque no hubiera sido hecho en público, fueron, a mi entender, decisivos. Pero ni Pedro ni yo contábamos con que, justo en esos momentos, cuando la claridad del nuevo día apuntaba ya por el Este, en el interior de la mansión empezaran a escucharse algunas voces. Nos pusimos en pie, al tiempo que uno de los domésticos de Anás salía precipitadamente, alertando a los policías. Todo sucedió tan rápidamente que apenas si pudimos reaccionar. De pronto, en el umbral de la puerta apareció el Maestro. Seguía atado. Junto a él, Juan, el legionario y otros dos sirvientes de Anás. Por espacio de un minuto, mientras los levitas del templo se organizaban para conducir al preso, Jesús levantó lentamente la cabeza, girando su rostro hacia nosotros, que seguíamos a su derecha y a poco más de dos metros. A la luz parpadeante y rojiza de las antorchas, la mirada del Galileo se clavó única y exclusivamente en la de su amigo Pedro. Jesús no sonrió, pero de sus ojos partió un profundo y escalofriante mensaje de amor y piedad. Con aquel gesto, el gigante llegó como nunca hasta el aturdido corazón del renegado. Las palabras sobraban. El Maestro parecía saber lo ocurrido durante aquellas casi tres horas en el patio del ex sumo sacerdote. Y Pedro, al recoger aquel intenso mensaje, empezó a valorar en profundidad la gravedad de su culpa. En esos momentos, cuando el soldado romano situado a espaldas del Nazareno le empujó violentamente, obligándole a descender las escalinatas, un gallo de las proximidades rasgó el silencio del alba con un canto largo y estridente. Y el amigo del Maestro palideció. La portera, que permanecía a nuestro lado, se dirigió velozmente hacia l