Caballo de Troya
J. J. Benítez
empalizada de piedra del huerto de Simón, algo le obligó a detener su huida. Y ciego de rabia
se ocultó entre los olivos, dispuestos a seguir a la chusma que había capturado al rabí.
Y allí continuamos hasta que, pocos minutos antes del alba, la portera y la sirvienta que
habían comprometido la seguridad del apóstol con sus preguntas, volvieron a la carga. Se
acercaron sin previo aviso hasta nosotros y, sin levantar apenas la voz, la guardesa le comentó
en tono sereno y desprovisto de aquella malicia inicial:
-Estoy segura de que eres uno de los discípulos de este Jesús. No sólo porque uno de sus
lides me pidió que te dejara pasar al patio, sino también porque mi hermano te ha visto en el
Templo con ese hombre... ¿A qué negarlo?
Y por cuarta vez, Pedro volvió a negar cualquier conexión con el Nazareno. Pero, en esta
oportunidad, su negativa fue mucho más fría y calculada. Sus anteriores razonamientos sobre
la falta de autoridad legal por parte de las mujeres para acusarle y la circunstancia de que este
nuevo ataque no hubiera sido hecho en público, fueron, a mi entender, decisivos.
Pero ni Pedro ni yo contábamos con que, justo en esos momentos, cuando la claridad del
nuevo día apuntaba ya por el Este, en el
interior de la mansión empezaran a escucharse algunas voces. Nos pusimos en pie, al tiempo
que uno de los domésticos de Anás salía precipitadamente, alertando a los policías.
Todo sucedió tan rápidamente que apenas si pudimos reaccionar. De pronto, en el umbral de
la puerta apareció el Maestro. Seguía atado. Junto a él, Juan, el legionario y otros dos sirvientes
de Anás.
Por espacio de un minuto, mientras los levitas del templo se organizaban para conducir al
preso, Jesús levantó lentamente la cabeza, girando su rostro hacia nosotros, que seguíamos a
su derecha y a poco más de dos metros. A la luz parpadeante y rojiza de las antorchas, la
mirada del Galileo se clavó única y exclusivamente en la de su amigo Pedro. Jesús no sonrió,
pero de sus ojos partió un profundo y escalofriante mensaje de amor y piedad. Con aquel
gesto, el gigante llegó como nunca hasta el aturdido corazón del renegado. Las palabras
sobraban. El Maestro parecía saber lo ocurrido durante aquellas casi tres horas en el patio del
ex sumo sacerdote. Y Pedro, al recoger aquel intenso mensaje, empezó a valorar en
profundidad la gravedad de su culpa.
En esos momentos, cuando el soldado romano situado a espaldas del Nazareno le empujó
violentamente, obligándole a descender las escalinatas, un gallo de las proximidades rasgó el
silencio del alba con un canto largo y estridente.
Y el amigo del Maestro palideció.
La portera, que permanecía a nuestro lado, se dirigió velozmente hacia l