Caballo de Troya
J. J. Benítez
Eran las cuatro de la madrugada. La penúltima y tercera negación pública se había
consumado...
El silencio seguía dominando a Jerusalén. A lo lejos, muy de tarde en tarde, se escuchaban
algunos de los numerosos perros callejeros que yo había visto a mi paso por la ciudad santa.
Fueron aquellos casi siempre lastimeros aullidos los que trajeron a mi memoria otro hecho que,
precisamente, aún no se había registrado. Pedro había negado a su Maestro por tres veces y,
sin embargo, yo no había oído el famoso canto del gallo.
No es que esta anécdota me preocupara excesivamente. Y mucho menos cuando estaba
viviendo -y sufriendo- las angustias de Simón, totalmente deshecho y abatido junto al portón
de entrada a la residencia de Anás. Sin embargo, y mientras esperaba la llegada del alba,
procuré afinar mis oídos. Meditando sobre este particular comprendí que los gallos de Jerusalén
no podían haber iniciado sus característicos cantos por la sencilla razón de que aún faltaba más
de una hora para el amanecer (aquel viernes, 7 de abril, como ya he citado en otras ocasiones,
la salida del sol se produjo a las 5.42 horas). En algún momento llegué a creer que los
evangelistas habían vuelto a equivocarse. Las tres negaciones, como digo, ya se habían
producido y los cronómetros «monoiónico»1 del módulo marcaban las cuatro de la madrugada.
Pero no. Esta vez no hubo error, aunque las versiones de los escritores sagrados tampoco
coinciden al cien por cien...
Pero debo ajustarme a un estricto orden de los acontecimientos. Cuand