Caballo de Troya
J. J. Benítez
Debía llevar algo más de media hora sentado muy cerca de Pedro cuando se aproximó al
corrillo una segunda mujer. Era más joven y, por la indumentaria, deduje que se trataba de
otra sirvienta. Se colocó junto a la portera y ésta, al verla, se inclinó sobre su oído izquierdo,
musitándole algo, al tiempo que señalaba a Pedro con la mano.
La recién llegada forzó la vista. Pero, por la forma de entornar los ojos, supuse que era
miope. Entonces dio unos pasos, rodeando a los congregados al amor de la lumbre. Y al llegar
junto al apóstol retiró de un manotazo el ropón que ocultaba la cabeza de Simón, gritándole:
-¿No eres tú uno de los fieles de ese galileo...?
La inesperada exclamación de la hebrea asustó por un igual a los levitas y a Pedro. Y el
discípulo, pálido como la cal, se levantó a trompicones, encarándose con la muchacha.
-¡No conozco a ese hombre! -gritó con más fuerza que su inquisidora- ¡Y tampoco soy uno
de sus discípulos...!
Pedro había puesto tanta vehemencia en sus frases que las arterias del cuello se hincharon y
su rostro se tomó púrpura. Los ojos del aterrorizado amigo de Jesús se despegaron casi de sus
órbitas, mientras un finísimo hilo de saliva se descolgaba por la comisura izquierda de sus
labios.
La contundencia de Pedro fue tal que la sirvienta retrocedió asustada, escapando del lugar
en dirección a la puerta de la casa.
Esta vez, los sirvientes y policías permanecieron unos segundos con la vista clavada en el
desdichado pescador. Pedro, aturdido, dio media vuelta, separándose del fuego.
Creí que su intención era huir del recinto y poco me faltó para salir tras él. Pero no. Simón, a
pesar de su debilidad, seguía amando al Maestro. ¡Qué poco y qué pobremente se ha escrito
sobre la tortura interna de este primitivo galileo, consciente de sus errores, dominado por el
instinto de la supervivencia y forzado por su temperamento a aquel trágico callejón sin salida!
Tuve que hacer denodados esfuerzos para no correr a su lado y consolarle. Sin embargo, el
objetivo de mi misión logró imponerse y esperé.
Apoyado sobre las rejas del muro, Simón, encorvado y silencioso, golpeaba una y otra vez su
cabeza contra los hierros. Temí por su integridad física. Aquellos cabezazos, secos y
continuados, en lugar de lastimarle, parecieron devolverle una cierta serenidad. Y al rato,
después de secarse las lágrimas con una de las mangas del manto, se reincorporó al grupo.
(Sinceramente, aquella actitud del apóstol -volviendo al fuego- me hizo reflexionar, haciéndome
olvidar incluso su detestable y hasta cierto punto comprensible conducta. Las iglesias especialmente la Católica- han juzgado y clasificado este episodio de las negaciones como un
suceso lamentable por parte de Simón Pedro. Pero muy pocos teólogos y moralistas parecen
tener en consideración un «atenuante» que dice mucho en favor del « renegado». Pedro podría
haber abandonado el patio de Anás después de su primera traición. Y no lo hizo. Y tampoco se
retiró después de la segunda y de la tercera y de la cuarta... Porque, aunque los evangelistas
citan tres negaciones, hubo en realidad una más, aunque también es cierto que esa negación
«extra» no tuvo un carácter público. Quiero decir con todo esto que, si bien Pedro no se
comportó dignamente, no es menos cierto que su sola presencia en el lugar le redime en buena
medida de aquellos momentos de debilidad.)
El testarudo galileo no estaba dispuesto a imitar a los compañeros que habían huido monte a
través y, remontando el miedo, se acomodó como pudo entre los sirvientes, los cuales -dicho
sea de paso- en ningún momento se convirtieron en acusadores ni le molestaron. Al menos, los
hombres que, hasta ese momento, se apretujaban en torno a las llamas.
Pero la mala suerte quiso que, al rato, el grupo se viera incrementado por media docena de
sacerdotes, llegados, al parecer, de la residencia de Caifás y que traían la misión de coordinar y
controlar el traslado del Nazareno. Después de solicitar información de los levitas allí reunidos,
cuatro de estos sacerdotes se dirigieron al interior de la casa y los dos restantes permanecieron
junto a la fogata. Desde un primer momento se sintieron atraídos por la animada conversación
sobre las supersticiones del pueblo judío.
Alguien había mencionado a «Lilith» y la polémica se encendió de nuevo. Por lo visto, el tal
«Lilith» era el sobrenombre que recibía uno de los diablos más famosos. La mayoría de los
presentes aceptaba su existencia, clasificándolo como «demonio-mujer». Este curioso
«espíritu» centraba sus ataques, como mujer que era, en los hombres. Y más concretamente,
sobre aquellos varones que se atrevían a permanecer solos en una casa.
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