Caballo de Troya
J. J. Benítez
Cuando dirigí los ojos hacia él, su rostro había enrojecido. Simón evitó mi mirada,
mordiéndose los labios y arrugando nerviosamente los pliegues de su manto. En ese momento
caí en la cuenta de que no llevaba su acostumbrada espada. Sin duda la había perdido en la
huida o quizás se había desembarazado de ella antes de acercarse a la casa de Anás.
El policía cuya versión sobre los demonios había sido interrumpida por la llegada de la
portera retomó el hilo de su exposición, haciendo ver a los presentes que el Galileo bien podía
ser uno de esos «hijos» de Adán.
Pero la explicación del levita no satisfizo a la mayoría. Otro de los servidores del Sanedrín
añadió que, generalmente, «estos diablos solían habitar en los pantanos, ruinas y a la sombra
de determinados árboles... »
-Este -apuntó- no es el caso de ese galileo. Todos lo hemos visto predicar abiertamente en
mitad de la explanada de los Gentiles. ¿Qué clase de demonio actuaría así...?
-Y no olvidemos -terció otro de los presentes- que el rabí de Galilea ha curado a muchos
lisiados...1
Ensimismado en aquella tertulia no reparé en la presencia, a mis espaldas, de una figura. Al
sentir una mano sobre mi hombro izquierdo, me sobresalté. ¡Era José de Arimatea!
Me levanté de inmediato, separándome de la fogata y caminando con el anciano hacia el
centro del patio.
Tanto él como yo ardíamos en deseos de interrogarnos mutuamente. Le anuncié que el
Maestro había sido conducido a la presencia de Anás, poniéndole en antecedentes de cuanto
había sucedido en la finca de Simón, «el leproso», y en el camino del Olivete.
José escuchó en silencio, moviendo de vez en cuando la cabeza en señal de preocupación.
Por supuesto, estaba al corriente de las andanzas del Iscariote. El rápido aviso de Juan Marcos
le había permitido trasladarse muy a tiempo al Templo, controlando los sucesivos 6