Caballo de Troya
J. J. Benítez
-Acompaña al preso y vela para que estos miserables no le maten sin el consentimiento de
Poncio. Evita que lo asesinen y guarda de que a este galileo -dijo refiriéndose a Juan- le esté
permitido acompañarle en todo momento. Observa bien cuanto suceda...
Y dando media vuelta se alejó del lugar, en compañía del pelotón de legionarios. Al
despedirme del soldado deposité disimuladamente una moneda de plata entre sus dedos,
agradeciéndole su ayuda y rogándole que, antes de regresar a la fortaleza, le hablase al
compañero que había sido designado por Arsenius para proteger a Jesús y a Juan y le suplicase
que me permitiera hacerles compañía. El infante sonrió y, sin formular pregunta alguna, se
entendió con el legionario para que mis deseos fuesen cumplidos. Otro discreto y oportuno
denario de plata en el puño de este último terminó por disipar todas las suspicacias y recelos.
De momento, mi presencia en la sede de Anás estaba garantizada.
Una vez en el patio, parte de la guardia del Templo se despidió, alejándose de la suntuosa
residencia del ex sumo sacerdote. Y varios servidores de Anás acudieron precipitadamente
hasta el jefe de los levitas. Este les ordenó que avisaran a su amo:
«El prisionero ha llegado», les dijo, señalando al Nazareno, que seguía con las manos atadas
a la espalda e inmóvil en mitad de aquel enlosado cuadrangular. Juan continuaba al lado del
Maestro y el legionario, a su vez, procuraba no perder de vista a ninguno de los dos, así como a
un reducido grupo de policías y sirvientes del Templo que se afanaban en la preparación de una
fogata. Apilaron varios troncos en una de las esquinas del oscuro patio y después de rociarlos
con aceite, inclinaron una de las teas sobre la leña, prendiéndole fuego. La temperatura había
descendido algunos grados y casi todos los allí presentes fueron aproximándose a la
improvisada hoguera. A los pocos minutos, en el centro del patio sólo quedábamos Jesús, el
jefe de los levitas -que seguía sosteniendo la gruesa maroma con la que habían maniatado al
Hijo del Hombre-, el joven discípulo, el soldado romano y yo. Frente a nosotros se levantaba
una regia mansión de dos plantas, con una fachada enteramente de piedra labrada, y unas
delicadas escalinatas semicirculares de mármol. En la puerta, débilmente iluminada por sendos
faroles de aceite, se hallaba una mujer gruesa, de baja estatura, que sonreía sin cesar.
Pero aquella primera exploración del recinto se vio interrumpida por la repentina aparición de
Judas. El traidor acababa de llegar a la casa de Anás. Pero, al ver a Jesús y a Juan, permaneció
tras las altas rejas que se elevaban sobre el cercado de piedra. Y a los pocos minutos se alejó,
siguiendo la misma calle que había tomado e! grueso de la policía levítica. En su rostro, duro e
impasible, no aprecié señal alguna de arrepentimiento. Al contrario. Tuve la sensación de que,
durante aquellos instantes, el Iscariote disfrutó del «espectáculo». En el fondo, su venganza
contra el Maestro y contra el discípulo amado de Jesús empezaba a fructificar.
Juan también vio a Judas. No así el Nazareno, que permanecía de espaldas a la puerta de
entrada. El semblante del Galileo no había sufrido cambio alguno. Seguía ligeramente pálido y
grave. Sus ojos apenas si se habían levantado en un par de ocasiones.
Y a los pocos minutos de la marcha del traidor, volví a sobresaltarme. Ahora era Pedro el que
se hallaba detrás de los barrotes de la cerca. No entiendo cómo no se cruzó con Judas...
Nervioso, caminaba de un lado a otro de la verja, tratando de hacerse notar. Juan, al verlo,
me hizo una señal con los ojos. Asentí con la cabeza, indicándole que ya me había dado cuenta.
Sinceramente, sentí lástima por aquel impetuoso pero cálido y bonachón apóstol.
Al cerciorarse de que tanto Juan como yo habíamos reparado en su presencia, Simón agarró
los hierros con ambas manos y comenzó a gesticular con la boca. Juan y yo nos miramos sin
terminar de comprender las intenciones de Pedro. Al fin, señalando con el dedo índice hacia su
pecho, movió la cabeza, comunicándonos con aquella mímica labial que él también deseaba
entrar en la casa. Yo le miré, encogiéndome de hombros. ¿Qué podía hacer?
En ese instante, uno de los sirvientes de Anás salió de la mansión, haciendo un gesto al jefe
de los levitas para que entrase. Me volví hacia Pedro y leí en su rostro la más profunda de las
desolaciones. Pero, al cruzar el umbral, Juan se dirigió a la mujer que permanecía en la puerta,
rogándole que dejara pasar a su amigo. Y el apóstol señaló a Pedro con la mano.
Quedé desconcertado al oír cómo la gruesa matrona, sin pestañear siquiera y en - un tono
cordial, accedía a la petición del Zebedeo, llamándole, incluso, por su nombre de pila. (A lo
largo de esa angustiosa madrugada, Juan me aclararía que no había ningún secreto en el
amable comportamiento de la guardesa. Tanto él como su hermano Santiago eran viejos
conocidos de aquella mujer y de los sirvientes de la casa. Juan y su familia -especialmente su
215