Caballo de Troya
J. J. Benítez
también por el mero hecho de humillar y contradecir a aquellos «cobardes, incapaces de
enfrentarse por sí mismos al Nazareno». (Al llegar al palacio de Anás, José de Arimatea me
explicaría con todo lujo de detalles las tortuosas maniobras del Iscariote y de los levitas que
llegaron, incluso, a solicitar de la guarnición romana que les acompañasen para prender al
Maestro.)
Y debo añadir que, a mi regreso de este primer «gran viaje», consulté a destacados expertos
en Derecho y Jurisprudencia romanos, tratando de averiguar si, efectivamente, había existido
esa ley, invocada por el optio. Pero, hasta el momento, mis indagaciones han resultado
infructuosas. Los antiguos romanos, como hoy los ingleses tradicionales, no eran muy amantes
de leyes, tal y como nosotros las interpretamos. Su «derecho», afortunadamente para ellos, no
se basaba precisamente en «leyes»1. Según los especialistas a quienes pregunté, esa
disposición del suboficial Arsenius no se hallaba reñida con las costumbres de la época y, sobre
todo, de las autoridades que ocupaban aquella provincia romana. La discrecionalidad existente
a la hora de impartir justicia o de tratar a un prisionero era tal que, al menos para los
estudiosos del Derecho Romano, la conducta del suboficial resultaba perfectamente posible. No
podemos olvidar que los dueños y señores de vidas y haciendas de aquel revolucionario país
seguían siendo los romanos.
Esta providencial orden del optio de la Torre Antonia vino a despejar otra de mis
interrogantes. ¿Cómo era posible que Juan Zebedeo fuera el único apóstol que declara en sus
escritos haber sido «testigo presencial» de muchos de los sucesos que acontecieron a lo largo
de aquel viernes? Por lógica, de no haber sido por esta inapreciable «ayuda» del suboficial
Arsenius, el seguidor de Jesús habría tenido muchos problemas para poder asistir a los
interrogatorios y a la crucifixión. Tal y como estaban las cosas, hubiera sido casi imposible que
las castas sacerdotales -que odiaban al Maestro y a sus discípulos- cedieran y aceptasen la libre
presencia de ninguno de los amigos del prisionero. Sólo una imposición superior, emanada en
este caso de la autoridad romana, pudo permitir a Juan la asistencia a los restringidos
prolegómenos de la muerte de Cristo.
Como medida precautoria, el suboficial romano ordenó a uno de sus hombres que desarmara
a Juan. Y el pelotón continuó su camino.
El público reconocimiento de la valentía de Juan por parte del suboficial romano representó
un duro golpe para la dignidad de Judas. Avergonzado, con la cabeza baja y el ceño contraído,
fue aminorando el paso hasta quedarse solo y rezagado. Y así llegó a la casa de Anás.
Juan, prudentemente, no habló en ningún momento con su Maestro, ni éste hizo tampoco
intención alguna de dirigirse al joven. Las circunstancias, además, no lo hacían aconsejable. Sin
embargo, cuando enfilamos las desiertas calles de Jerusalén, me las ingenié para situarme al
lado del Zebedeo y preguntarle por el resto de los hombres y, muy especialmente, por qué
había tomado aquella arriesgada decisión de unirse a Jesús. El apóstol, con los ojos enrojecidos
por el ininterrumpido llanto, pareció alegrarse un poco al comprobar que no se hallaba del todo
solo y me confesó que, una vez que lograron despistar a los legionarios, Pedro y él habían
decidido seguir a Jesús. Del resto sólo sabia que había huido en dirección al campamento.
Durante el sigiloso seguimiento, Juan recordó las instrucciones que le diera el Maestro, en el
sentido de que permaneciera a su lado, y se apresuró a alcanzarle. Mientras tanto, Pedro -si es
que no había cambiado de parecer- debía encontrarse a cierta distancia, siguiéndonos y
camuflado entre la maleza.
Hacia las dos y cuarto de la madrugada, la comitiva se detuvo ante la residencia de Anás,
muy cerca de la Puerta de Sión. en el extremo oeste de la ciudad y a corta distancia, según mis
cálculos, de la casa de Juan Marcos. Allí, frente a la cancela del espacioso jardín que se abría
frente al palacete, el suboficial romano cedió oficialmente al prisionero al jefe de los levitas.
Pero antes, dirigiéndose a uno de los legionarios y de forma que todos pudiéramos oírle,
ordenó:
1
Algunos especialistas apuntaron la posibilidad de que dicha «ley» se tratara en realidad de una «adaptación» muy
particular del régimen de la garantía de presentación ante el juez, mediante los llamados praedes vades, que servia
precisamente para evitar la prisión preventiva del reo, tal y como se hace en la actualidad con la abusivamente llamada
«fianza» (ésta no es una garantía personal, sino un depósito de dinero). (N. del m.)
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