Caballo de Troya
J. J. Benítez
Jerusalén. Pero el centinela, que parecía muy honrado con mi amistad, me aconsejó que
siguiera junto a él. Y así lo hice.
De esta forma, al aproximarme al oficial que mandaba el pelotón, comprendí por qué se
habían detenido. El jefe de los levitas pugnaba por llevar al Nazareno a la residencia de Caifás.
Sin embargo, el optio romano, una especie de lugarteniente de los centuriones1, responsable de
la captura y custodia del prisionero, se oponía a esta decisión, estimando que sus órdenes eran
precisas: Jesús de Nazaret debía ser conducido a la presencia del ex sumo sacerdote Anás. (Al
parecer, las relaciones entre el procurador romano y las castas sacerdotales judías seguían
manteniéndose a través del poderoso e influyente suegro de Caifás.)
La policía levítica tuvo que ceder y Arsenius -el optio o suboficial romano- ordenó que la
patrulla reanudara su camino hacia el barrio bajo de Jerusalén.
Durante la discusión, Jesús permaneció en silencio, con los ojos bajos y prácticamente
ausente.
Judas, por su parte, se había situado entre los dos jefes -el romano y el levita- pero, por
más que intentaba el diálogo con ellos, éstos evitaban sus preguntas, permaneciendo en un
total y violento silencio. Cuando pregunté al legionario el por qué de aquella actitud del optio y
del capitán de los policías del Templo hacia el Iscariote, mi amigo respondió con una afirmación
contundente:
-Es un traidor...
Estábamos ya a pocos metros del puente que enlazaba la falda del Olivete con la explanada
situada al pie de la muralla oriental del Templo cuando ocurrió algo desconcertante e
imprevisto.
A la cabeza del cortejo marchaban ambos «capitanes». En medio de ambos, Judas, e
inmediatamente detrás, la patrulla romana, rodeando estrechamente a Jesús. Por último, el
tropel de levitas y siervos del Sanedrín, envueltos en sus mantos y rabiosos por la tajante
decisión del suboficial romano de entregar al Galileo al ex sumo sacerdote. Yo caminaba a la
izquierda del grupo, junto a los últimos legionarios.
Y, súbitamente, Juan, el Evangelista, apareció por la derecha, adelantándose hasta llegar a
la altura del Maestro. Quedé estupefacto ante la valiente decisión del joven discípulo. Por lo que
pude observar, Juan debía haber perdido el manto en la anárquica dispersión de los seguidores
del rabí. Vestía únicamente su túnica corta -hasta las rodillas- y, en la faja, una espada.
Al verlo, los policías del Templo se alarmaron y advirtieron a su jefe la presencia del galileo.
El pelotón se detuvo nuevamente y el capitán de los levitas ordenó a sus hombres que
prendieran y ataran también a Juan. Pero, cuando los sicarios de Caifás se disponían a
amarrarle, Arsenius intervino de nuevo. Aquel veterano suboficial, sagaz y de condición noble,
se interpuso entre el apóstol y los levitas, exclamando:
-¡Alto! Este hombre no es un traidor, ni tampoco un cobarde... Los hebreos no parecían muy
dispuestos a perder también aquella oportunidad y protestaron enérgicamente. Los ojos del
ayudante del centurión se clavaron en los del capitán de la guardia del Sanedrín. Bajo su rostro,
pésimamente afeitado, sus mandíbulas crujieron y levantando el bastón hasta situarlo a un
palmo de la frente del jefe de los levitas, repitió en tono amenazante:
-Te digo que este hombre no es un traidor ni un cobarde. Pude verle antes y no sacó su
espada para resistir. Ahora ha tenido la valentía de llegar hasta aquí para estar con su Maestro.
Y haciendo silbar su vara con una serie de cortos y bruscos golpes de su muñeca, añadió