Caballo de Troya
J. J. Benítez
Y uno de los legionarios hizo presa en el lienzo mientras el segundo, también a la carrera,
cubría las espaldas de su compañero. Pero el ágil Marcos no se dio por vencido. Y sin pensarlo
dos veces se desembarazó de la sábana, huyendo desnudo hacia la masa de olivos por donde
habían irrumpido los inoportunos extranjeros. Aquella maniobra del joven pilló desprevenidos a
los romanos que, para cuando salieron tras él, habían perdido unos segundos preciosos.
El que había logrado sujetarle arrojó el lienzo al suelo y, maldiciendo, desenvainó su espada,
iniciando una atropellada carrera. El compañero hizo lo mismo, internándose de nuevo en el
bosque. Pero la mala suerte parecía cebarse aquella noche sobre la tropa romana y el segundo
legionario tropezó en una de las raíces del olivar, cayendo de bruces. Como consecuencia del
golpe, el casco del romano salió despedido, rodando por la pendiente. Pero el enfurecido infante
-cegado por el afán de capturar al emboscado- se olvidó de su yelmo.
Sabía que podía ser arriesgado pero, dejándome llevar por la intuición, abandoné mi
escondrijo, aproximándome al lugar donde había quedado el casco. Lo recogí y, tratando de
tranquilizarme, esperé. Era, en efecto, un yelmo de cuero, sin ningún tipo de adorno o
distintivo.
No tuve que esperar mucho. A los pocos minutos, los legionarios regresaron a la linde del
olivar. Sin embargo, enfrascados en la búsqueda del yelmo, no se percataron de mi presencia.
Entonces, levantando la voz y el casco, me dirigí a ellos en griego.
Al verme, los soldados no reaccionaron. Y, poco a poco, fueron aproximándose. Un sudor frío
empezó a empapar mi túnica. Si aquella estratagema no resultaba, mi seguridad podía verse
seriamente amenazada.
El que había extraviado el yelmo llegó hasta mí y, deteniéndose a un par de metros, me
inspeccionó de pies a cabeza. Se hallaba sudoroso y sin aliento. El segundo legionario no tardó
en situarse a su lado.
Intenté sonreír pero, francamente, no sé silo logré. El caso es que, pro