Caballo de Troya
J. J. Benítez
Y al fin, Jesús reaccionó. Con gran aplomo arrancó hacia Judas pero, al llegar a su altura, se
desvió hacia la linde izquierda del camino, esquivando al traidor. El Iscariote, perplejo, se
revolvió al momento. El Maestro había continuado en dirección a la soldadesca, deteniendo sus
pasos a pocos metros del grupo. Y desde allí, con gran voz, interpeló al que parecía el jefe:
-¿Qué buscas aquí?
El soldado romano, que a juzgar por su casco con un penacho de plumas rojas y su espada
(situada en el costado izquierdo), debía ser un oficial, se adelantó a su vez y, en griego,
respondió:
-¡A Jesús de Nazaret!
El Maestro avanzó entonces hacia el posible centurión y con gran solemnidad exclamó:
-Soy yo...
Al escuchar las serenas y majestuosas palabras de aquel gigante, los cinco o seis legionarios
que ocupaban la primera línea retrocedieron bruscamente. Este súbito movimiento hizo que
algunos de ellos tropezaran con los compañeros situados inmediatamente detrás, provocando
una serie de grotescas caídas. Entre los que dieron con sus huesos en tierra había también
varios que portaban antorchas. Y éstas, al desparramarse sobre los caídos, contribuyeron a
multiplicar la confusión. El oficial, indignado, retrocedió hasta el grupo de cabeza y comenzó a
golpear a los torpes y vacilantes soldados con el bastón que llevaba en su mano derecha.
(Aquella escena me trajo a la memoria el relato evangélico de Juan: el único que habla de
esta caída generalizada de parte de la tropa que había llegado para prender al Maestro. Pero,
lejos del carácter milagroso que algunos teólogos y exégetas han querido ver en dicho suceso,
la única verdad es que aquellos hombres rodaron por el suelo como consecuencia de un
movimiento mal calculado. Otro asunto es por qué retrocedieron. En mi opinión, es posible que
sintieran miedo. Casi todos habían visto a Jesús cuando predicaba en la explanada del templo y
también era muy probable que hubieran sabido de sus prodigios y de su poder. Si unimos esto
a la valentía con que el Galileo se presentó ante ellos, quizá ahí tengamos la respuesta...)
Mientras los infantes romanos se incorporaban y recomponían su maltrecha dignidad, Judas cuyos planes no estaban saliendo tal y como él había previsto, según pude averiguar horas más
tarde- se acercó al Nazareno, abrazándole. E inmediata y ostensiblemente -de forma que todos
pudiéramos verle- se alzó sobre las puntas de sus sandalias, estampando un beso en la frente
de Jesús, al tiempo que le decía:
-¡Salud, Maestro e Instructor!
Y el Galileo, sin perder la calma, le respondió:
-¡Amigo...!. no basta con hacer esto. ¿Es que, además, quieres traicionar al Hijo del Hombre
con un beso?
Antes de que Judas pudiera reaccionar, el Maestro se zafó del abrazo del traidor,
encarándose nuevamente con el oficial romano y con el resto de ¡a tropa.
-¿Qué buscan?
-¡A Jesús de Nazaret! -repitió el oficial.
-Ya te he dicho que soy yo... Por tanto -prosiguió Jesús-, si al que buscas es a mí, deja a los
demás que sigan su camino... Estoy dispuesto a seguirte...
El oficial encontró razonable la petición del Nazareno. Se situó a su lado y, cuando se
disponía a regresar a Jerusalén, uno de los guardianes del Sanedrín salió del pelotón
abalanzándose sobre Jesús. Llevaba en sus manos una cuerda. Y a pesar de que el jefe de la
patrulla romana no había dado tal orden, aquel sirio, que respondía al nombre de Malchus o
Malco, se apresuró a sujetar los brazos del rabí, tratando de atarlos por la espalda.
Al verlo, el oficial levantó su bastón, dispuesto sin duda a espantar a aquel intruso, Pero la
fulminante entrada en acción de Pedro y sus compañeros arruinaría los propósitos del
responsable del prendimiento.
Efectivamente, con una rapidez vertiginosa, Pedro y el resto -indignados por la acción de
Malco- se precipitaron sobre él. Simón, Santiago y algunos de los griegos habían desenfundado
sus espadas y, lanzando todo tipo de imprecaciones, se dispusieron al ataque.
Antes de que la escolta romana tuviera tiempo de proteger a Malco, Pedro -espada en altocayó sobre el aterrorizado siervo del sumo sacerdote, lanzando un violento mandoble sobre su
cráneo. En el último segundo, Malco logró echarse a un lado, evitando así que la potente
izquierda de Simón le abriera la cabeza. El filo de la espada, sin embargo, rozó la parte derecha
de su cara, rebañándole la oreja e hiriéndole en el hombro.
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