Caballo de Troya
J. J. Benítez
los levitas del Templo había que añadir la patrulla romana. Y esto, indudablemente, complicaba
las cosas. Los legionarios de la Fortaleza Antonia no se distinguían precisamente por sus dulces
modales... Yo había sido testigo de su ferocidad en el apaleamiento de un compañero. ¿Qué
podía esperarse entonces de aquellos aguerridos infantes, en el caso de que se llegara a un
enfrentamiento? Lo más probable es que muchos de los discípulos del Maestro habrían
resultado heridos o muertos y, en el mejor de los casos, hechos prisioneros. Y Jesús, a juzgar
por sus oraciones en el olivar, quería evitarlo a toda costa. ¿Qué hubiera sido de su misión y de
la futura propagación del evangelio del reino silos directamente encargados de esa predicación
hubieran caído esa noche en Getsemaní?
Las antorchas aparecían y desaparecían entre la espesura, acercándose cada vez más. Pedí
información a Eliseo sobre la hora exacta. Era la una y quince minutos de la madrugada.
La luna seguía brillando con todo su esplendor, proporcionándome una más que aceptable
visibilidad.
De pronto, y cuando el racimo de antorchas se hallaba aún a cierta distancia de la almazara
sobre la que aguardaba el Maestro, vi aparecer por la vereda a un individuo. Subía a la carrera,
siguiendo la dirección del campamento. Jesús, al verle, se puso en pie, saliendo al centro del
camino. El presuroso caminante -a quien en un primer momento no acerté a identificardescubrió enseguida la alta figura del Galileo, con su blanca túnica bañada por la luna. La
inesperada presencia del Maestro, cortándole el paso, debió desconcertarle porque se detuvo al
momento. Pero, tras unos segundos de indecisión, prosiguió su avance, esta vez sin
demasiadas prisas. El misterioso personaje, envuelto en un manto oscuro, debía hallarse a unos
treinta o cuarenta metros del rabí cuando, por el fondo del sendero, irrumpió en escena el
pelotón que portaba las antorchas. Venia en desorden, aunque formando una larga hilera de
gente. A primera vista, el número de individuos rebasaba el medio centenar.
Conforme fueron acercándose pude distinguir, entre los hombres de cabeza, alrededor de
treinta soldados romanos. Vestían la misma indumentaria que yo había visto entre los
legionarios de la Torre Antonia e iban armados con espadas, algunas lanzas y escudos.
Inmediatamente detrás casi mezclados con los primeros-, un tropel de 40 o 50 levitas o policías
del templo, armados en su mayoría con bastones y mazas con clavos.
Mi desconcierto llegó al máximo cuando, por mi derecha, surgieron otras antorchas,
diseminadas entre los olivos. No eran muchas: quizá una decena. Pero zigzagueaban a gran
velocidad, descendiendo hacia el punto donde se hallaba Jesús. Por la dirección que traían
supuse que se trataba de los discípulos. Y un escalofrío volvió a recorrerme el cuerpo. Si ambos
bandos llegaban a enfrentarse quién sabe lo que podía ocurrir.
El grupo de mi izquierda -el que procedía de Jerusalén- siguió avanzando en silencio hasta
detenerse a un tiro de piedra del Galileo.
Por su parte, los que acababan de aparecer por la derecha terminaron por concentrarse en el
sendero. Una vez reagrupados, continuaron bajando, pero con gran lentitud.
Cuando el tropel que llegaba con ánimo de prender al Nazareno se detuvo, los seguidores de
Jesús hicieron otro tanto. Estos últimos quedaron bastante más cerca del Maestro. Quizá a
veinte o veinticinco pasos.
A la luz de las teas distinguí en primera línea a Pedro. Y con él, Juan, Santiago y una
veintena de griegos. Sin embargo, por más que forcé la vista, no vi a Simón, el Zelotes, ni
tampoco al resto de los apóstoles y discípulos. Aquello significaba que no habían sido
despertados.
Durante unos minutos que se me antojaron interminables, sólo el viento silbó entre los
olivos, agitando las llamaradas de las hacha 2FR