Caballo de Troya
J. J. Benítez
interrogó a uno de los agentes del Zebedeo. Y el hombre, acorralado por las preguntas de
Simón, terminó por declararle que una partida de sicarios del Sanedrín y una escolta romana se
dirigían hacia allí. Pedro retrocedió con el rostro descompuesto. Y, cuando intentó dirigirse a las
tiendas, con ánimo de despertar a sus compañeros, Jesús se interpuso en su camino,
ordenándole que guardara silencio. La recomendación del Galileo fue tan rotunda que los
discípulos, desconcertados, quedaron clavados en el suelo.
Los griegos, que acampaban al aire libre, fueron despertados también por la precipitada
irrupción de los agentes del Zebedeo y no tardaron en rodear a Jesús y a los tres apóstoles,
interrogándoles. Pero el Maestro, que había recobrado su habitual calma, les rogó que se
tranquilizaran y que volvieran junto al molino de aceite. Fue inútil. Ninguno de los presentes se
movió de donde estaba.
El Nazareno comprendió al instante la actitud de sus hombres y, sin mediar palabra, se alejó
del grupo, abandonando el campamento a grandes zancadas.
Durante algunos segundos, los griegos y los apóstoles dudaron. Y una vez más fue el joven
Juan Marcos quien tomó la iniciativa. En un santiamén escapó del huerto, perdiéndose colina
abajo.
Aquella inesperada reacción de Jesús, saliendo de la finca de Getsemaní, me desconcertó.
Según los evangelios canónicos, fuente informativa primordial, el llamado prendimiento debería
llevarse a cabo en el referido huerto. Sin embargo, el Nazareno acababa de abandonarlo... Sin
pensarlo dos veces seguí los pasos del muchacho, sin preocuparme de los tres apóstoles y de
los griegos, que permanecían inmóviles en mitad del campamento.
Tanto Jesús como Juan Marcos habían tomado el conocido camino que discurría por la falda
occidental del Olivete y que me había llevado en varias ocasiones hasta el puentecillo sobre la
depresión del entonces seco torrente del Cedrón.
En ese momento, y justamente al otro lado del puente, me llamó la atención el movimiento
de un nutrido grupo de antorchas. Al observar más detenidamente comprobé que se dirigía
hacia este lado del monte. Aquellos debían ser los hombres armados de los que había hablado
el mensajero del Zebedeo. Desconcertado, continué bajando por la vereda hasta que, en uno
de los recodos del camino, vi a Marcos -mejor debería decir que sólo distinguí su lienzo blancorefugiándose a toda prisa en una pequeña barraca de madera que se levantaba al pie mismo
del sendero. Me detuve sin saber qué hacer. Pero mis sorpresas en aquella madrugada del
viernes no habían hecho más que empezar.
Junto a la mencionada casamata distinguí otra cuba -similar a la construida a la entrada del
campamento de Getsemaní- que debía formar parte de uno de los lagares de 6V