Caballo de Troya
J. J. Benítez
-Padre, ves a mis apóstoles dormidos... Extiende sobre ellos tu misericordia. En verdad, el
espíritu está presto, pero la carne es débil...
Jesús guardó silencio e inclinó su cabeza, cerrando los ojos. Después, a los pocos segundos,
dirigió su rostro nuevamente a los cielos, exclamando:
-Y ahora, Padre mío, si esta copa no se puede apartar... la beberé. Que se haga tu voluntad
y no la mía...
Debían ser casi la una de la madrugada de aquel viernes, 7 de abril, cuando el gigante después de permanecer unos minutos en total recogimiento-- se alzó por última vez, acudiendo
al punto donde sus tres íntimos, por enésima vez, habían caído bajo un profundo sueño.
Pero, en esta ocasión, el Galileo no retornó al calvero. Despertó a sus hombres y, poco
después, los cuatro se internaban en el olivar, perdiéndose de vista.
He meditado mucho sobre aquellas extrañas palabras de Jesús. ¿Qué pudo querer decir
cuando habló de «apartar la copa»? ¿Se refería a la posibilidad de evitar los suplicios y su
propia muerte? Durante algún tiempo así lo creí. Pero, después de ser testigo de su horrenda
Pasión y de su increíble comportamiento, otra interpretación -más sutil si cabe- ha venido a
sustituir a mi anterior hipótesis. Ahora he empezado a intuir la gran «tragedia» del Maestro en
aquellos críticos momentos de la llamada «oración del huerto». No fue el miedo lo que
posiblemente provocó su honda angustia y el posterior sudor sanguinolento. El sabía lo que le
reservaba el destino y, como demostró sobradamente, se enfrentó al dolor abierta y
valientemente. Pero, de la ruano de esas torturas, el Galileo sabía que llegarían también