Caballo de Troya
J. J. Benítez
calorías sensiblemente superior a esa cantidad por lo que el Nazareno, en opinión de los
médicos de Caballo de Troya, tuvo que empezar a tirar de sus reservas naturales posiblemente
a partir de la una o las dos de la madrugada de este viernes. (Con aquel aporte energético, y
suponiendo que Jesús se hubiera retirado a descansar inmediatamente, el organismo hubiera
podido aguantar hasta las ocho de la mañana, aproximadamente. Pero, con la crisis iniciada en
el huerto de Getsemaní, los especialistas, como digo, estimaron que el organismo del Hijo del
Hombre tuvo que iniciar una «lipolisis» o disolución de la grasa del tejido adiposo, con el único
fin de suministrar ácido graso y sobrevivir. Las reservas de glucógeno o azúcar concentrada se
agotarían en cuestión de horas, y la naturaleza del Galileo no tendría otra alternativa que
«echar mano», repito, de sus grasas.)
La situación del Maestro, desde un punto de vista puramente médico, empezaba a ser
delicada.
A los quince o veinte minutos de iniciado aquel primer «chequeo» -a base de ultrasonidos-,
desconecté el láser, deshaciéndome de las «crótalos». Juan Marcos seguía con el rostro oculto
por las manos, negándose a mirar a su Maestro. Pasé mi brazo por sus hombros y acaricié su
cabeza. Poco a poco, fue descubriendo su cara. Estaba llorando.
En el calvero, el Galileo había ido bajando sus manos. Las convulsiones habían cesado y
también el flujo de sangre. Algunos de los chorreones, más caudalosos que el resto de los
reguerillos, habían coagulado ya. Muy pronto, si el Maestro no tenía la precaución de lavarse, la
sangre seca convertiría su hermoso rostro en una máscara... Jesús levantó de nuevo los ojos
hacia el firmamento y, con una voz algo más serena, repitió prácticamente su primera oración:
-Padre..., muy bien sé que es posible evitar esta copa. Todo es posible para ti... Pero he
venido para cumplir tu voluntad y, no obstante ser tan amarga, la beberé si es tu deseo...
Entre esta segunda oración (no sé si debería calificarla así) y la primera, observé un notable
cambio, tanto en el estado emocional del Maestro como en su postura frente a los ya
inminentes acontecimientos. Mientras en sus primeras palabras flotaba la duda, en esta
ocasión, el Galileo parecía haber superado parte de su inquietud, mostrándose definitivamente
decidido a asumir su suerte. Es posible que este cambio mental fuera responsable, en buena
medida, de su progresiva tranquilización. Pero todo esto, naturalmente, sólo son apreciaciones
muy subjetivas.
El caso es que, enfrascado en mis primeras verificaciones médicas y pendiente de las
palabras de Jesús, casi me había olvidado de Eliseo y de la aproximación de aquel enigmático
objeto. Pero mi compañero no tardó en recordármelo:
-¡Atención, Jasón...! Esa «cosa» abandona el estacionario y se mueve de nuevo... ¡Por todos
los...!
La transmisión de mi compañero se interrumpió breves segundos. Al fin, Eliseo -muy
alterado- continuó:
-...¡Ha caído como un cubo...! ¡Jasón, ese chisme ha descendido a nivel 30 en un segundo!1
¡No puede ser...! Si continúa bajando lo perderé... ¡No! De momento se mantiene... Pero se
dirige hacia nosotros...
Pegando materialmente mis labios al tronco del cañafístula le pregunté:
-Entendí 30...
-Afirmativo -respondió Eliseo-. Es 3