Caballo de Troya
J. J. Benítez
El espectáculo que se ofreció a mis ojos (aunque en realidad debería decir «a mi cerebro»)
fue casi dantesco: el rostro, cuello y manos de Jesús se volvieron de un color azul verdoso,
consecuencia del descenso de su temperatura corporal en dichas zonas (probablemente por el
efecto refrigerante del sudor y de la sangre que manaban por sus poros).
La túnica emitía un blanco mucho más intenso, mientras el manto lucía una tonalidad más
oscura, casi negra. El follaje verde del olivar estalló en un rojo indescriptible...
Al pulsar la cabeza del clavo a su segunda posición -la más profunda-, de la parte superior
de la « vara de Moisés » surgió un finísimo rayo de luz rojiza: era el láser infrarrojo. Y sin
perder un segundo lo dirigí hacia el rostro, cuello, cabellos y manos del Nazareno. Por
supuesto, ni Juan Marcos ni nadie que hubiera podido presenciar aquella escena habría visto ni
oído nada. Como ya dije, el láser trabajaba en la frecuencia del infrarrojo y, por tanto,
resultaba invisible al ojo humano.
Después de un minucioso recorrido sobre las áreas ensangrentadas, cambié la frecuencia de
los ultrasonidos (haciendo retornar el clavo a su primera posición), centrando el haz de luz en
la parte superior del vientre del rabí. De esta forma, explorando el páncreas, quizá
obtuviésemos una explicación satisfactoria sobre el origen de aquel sudor en forma de sangre.
(Cuando, a nuestro regreso de este primer «gran viaje», Caballo de Troya pudo analizar el
cúmulo de imágenes obtenidas por estos procedimientos, los especialistas en bioquímica y
hematología llegaron a varias e interesantes conclusiones. Aquel sudor sanguinolento o
«hematohidrosis» había sido provocado por un agudo stress. El Nazareno -tal y como yo había
podido apreciar- se vio sometido a un profundo decaimiento, motivado, a su vez, por una
explosiva mezcla de angustia, soledad, tristeza y, quizá, temor ante las durísimas pruebas que
le aguardaban. Esta violenta tensión emocional, según los especialistas, había conducido a la
liberación de determinados «elementos» existentes en el páncreas1, que forzaron la ruptura de
los capilares, encharcando las glándulas sudoríparas. Una vez rotos los poros subcutáneos, la
sangre fluyó al exterior, mezclada con el sudor.
El fenómeno -tan aparatoso como raro- es, sin embargo, perfectamente posible desde el
punto de vista médico. El evangelista Lucas, en este caso, sí había acertado. (Pierre Benoit
cuenta en una de sus obras cómo en 1914, un soldado que estaba a punto de ser conducido
ante un pelotón alemán de fus