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Caballo de Troya J. J. Benítez El orificio común de salida y proyección de estos delicados sistemas había sido igualmente camuflado con una banda de pintura negra. Y en el filo de dicha banda, Caballo de Troya había dispuesto otros dos clavos de cabeza de cobre. Al pulsar cada uno de ellos quedaba activado automáticamente el mecanismo correspondiente: bien el de ultrasonidos o el de «teletermografía ». Con el fin de orientar con precisión cada uno de estos flujos, la misión me había dotado de unas lentes de contacto a las que llamábamos «crótalos»1 Estas «lentillas» especiales -del tipo duro- fueron fabricadas con un producto de una calidad muy superior al que normalmente utilizan los laboratorios de óptica y que, dado su carácter secreto, no puedo revelar2. Lo ideal, por supuesto, hubiera sido el uso de unas gafas de «visión nocturna», con las que poder seguir la trayectoria del láser infrarrojo, así como los cambios de colores en el cuerpo del Nazareno3, capaces de permitir una aceptable circulación de la lágrima en el ojo y una excelente oxigenación de la córnea, el general Curtiss me había advertido encarecidamente que no abusase de las mismas, limitando su uso a períodos máximos de 30 o 40 minutos4. Y rápidamente pulsé el clavo que accionaba la emisión de ultrasonidos5. sistemas -que iré detallando paulatinamente- consistían fundamentalmente en un equipo de «tele-termografía» y en el ya referido de ultrasonidos. Este último fue seleccionado por los expertos de Caballo de Troya por su naturaleza inofensiva y por sus características, que les hacían idóneo para la exploración, y posterior conversión en imágenes, de órganos internos tan importantes como páncreas, vejiga, hígado y abdomen en general, así como en el control del torrente sanguíneo a través de las grandes arterias y vasos intermedios, corazón, ojos y tejidos blandos en general. Caballo de Troya, en base al llamado «efecto piezoeléctrico», descrito ya por los hermanos Curie y según el cual la compresión de la superficie de un cristal de cuarzo crea en él una corriente (ultrasonidos), dispuso en la cabeza emisora una placa de cristal piezoeléctrico, formada por titanato de bario. Un generador de alta frecuencia alimentaba dicha placa, produciendo así las ondas ultrasónicas (en una frecuencia que oscilaba entre los 16000 y los 1010 Herz). Estos ultrasonidos -con una velocidad de propagación en el cuerpo humano de 1000 a 1600 metros por segundo, con excepción de los huesos- permiten, como digo, una excelente exploración y posterior visualización de los órganos deseados, lográndose, incluso, la captación del sonido cardiaco y del flujo sanguíneo, a través de un sistema de adaptación denominado «efecto Doppler». Con intensidades que oscilan entre los 2,5 y los 2,8 miliwatios por centímetro cuadrado y con frecuencias aproximadas a los 2,25 megaciclos, el dispositivo de ultrasonidos transforma las ondas iniciales en otras audibles, mediante una compleja red de amplificadores, controles de sensibilidad, moduladores y filtros de bandas. Con el fin de solventar el arduo problema de