Caballo de Troya
J. J. Benítez
Conforme fue aproximándose aprecié algo extraño. El gigante se tambaleaba. Sus pasos
eran indecisos, como si estuviera a punto de desplomarse
Nada más llegar junto a la laja de piedra, cayó de bruces. Por un momento pensé que se
había desmayado. Parte de su cuerpo había quedado sobre la plancha rocosa, boca abajo e
inmóvil. Juan Marcos se incorporó, dispuesto a socorrerle. Pero, sujetándole por el brazo, le
hice ver que no era conveniente molestarle. Supongo que si el Galileo no llega a moverse, el
fogoso Marcos no habría seguido mis consejos y hubiera saltado en auxilio de su Maestro. Pero
Jesús estaba plenamente consciente y el joven se tranquilizó.
Como si una fuerza invisible hubiera descargado sobre él un fardo de cien kilos, así fue
incorporándose el Maestro. Muy lentamente, siempre con la cabeza hundida, el Galileo terminó
por sentarse sobre sus talones. Y así permaneció un buen rato, de rodillas, en un angustioso
silencio y sin levantar el rostro. Inconscientemente, Juan Marcos y yo cruzamos una mirada.
¿Qué estaba pasando? ¿A qué se debía aquel súbito hundimiento?
Jesús levantó el rostro hacia las estrellas y, gimiendo, llamó de nuevo a su Padre. Sus
pómulos y nariz aparecían afilados. La expresión de su rostro me impresionó. Había una mezcla
de angustia y pavor. Sus labios, entreabiertos, comenzaron a temblar y, casi inmediatamente,
todo su cuerpo empezó a estremecerse. Eran convulsiones cortas. Muy rápidas y casi
imperceptibles. Como si un viento helado estuviera azotando cada una de sus células.
El Nazareno cruzó sus brazos sobre el tórax, haciendo fuerza con sus manos sobre los
costados, como tratando de dominar aquellas convulsiones.
Y, de pronto, su frente, cuello y sienes se humedecieron