Caballo de Troya
J. J. Benítez
Mi compañero en la «cuna», tan confundido y perplejo como yo, permaneció con los cinco
sentidos sobre aquel insólito «visitante». Pero el objeto se había inmovilizado y así
permanecería durante un buen rato.
Aún no me había recuperado de la sorpresa producida por la aproximación de aquel
misterioso objeto volante cuando vi cómo Jesús se desplomaba, clavando sus rodillas en tierra.
El golpe seco contra el suelo hizo estremecer a Juan Marcos. Ni el muchacho ni yo habíamos
visto jamás al Galileo con un semblante tan pálido y abatido.
Durante varios minutos, permaneció con la barbilla enterrada entre los pliegues del manto
que cubría sus hombros y pecho. Aquella profunda inclinación de su cabeza no me dejaba ver
con claridad su rostro, aunque casi estoy seguro que mantenía los ojos cerrados.
Sus brazos, inmóviles y derrotados a lo largo del cuerpo, acentuaban aún más aquel
repentino decaimiento.
Después, muy lentamente, fue elevando la cabeza, hasta dejar sus ojos fijos en el cielo. El
viento había empezado a enredar sus cabellos. Y levantando los brazos por encima del rostro,
exclamó con voz apagada y suplicante: « Abbá!»... « ¡Abbá!»
Quedé desconcertado. Aquella palabra aramea -que yo había escuchado en más de una
ocasión, cuando los niños se dirigían a sus padre- venía a significar «papá». Era el familiar y
conocido apelativo cariñoso que, por cierto, los judíos no empleaban jamás cuando se dirigían a
Dios. ¿Por qué lo utilizaba Jesús?
Sus ojos me impresionaron igualmente: aquel brillo habitual se había difuminado. Ahora
aparecían hundidos y sombreados por una tristeza que, de no haber conocido el probado
temple de aquel Hombre, hubiera jurado que se hallaba muy cerca del miedo.
-¡Abbá! -murmuró de nuevo-. He venido a este mundo para cumplir tu voluntad y así lo he
hecho... Sé que ha llegado la hora de sacrificar mi vida carnal... No lo rehuyo, pero desearía
saber si es tu voluntad que beba esta copa...
Sus palabras retumbaron en el huerto como un timbal fúnebre. No podía dar crédito a lo que
estaba oyendo: ¿Es que Jesús estaba atemorizado?
-... Dame la seguridad -prosiguió- de que con mi muerte te satisfago como lo he hecho en
vida.
Sus manos, abiertas, tensas e implorantes, fueron descendiendo poco a poco. Pero su rostro
-tenuemente iluminado por la Luna- no se movió. Y sin saber por qué, yo también miré hacia la
legión de estrellas y luceros, esperando que se produjera alguna señal.
En ese instante, y como si Eliseo hubiera leído mis pensamientos, abrió la conexión,
gritándome:
-¡Jasón, Jasón!... Se mueve otra vez. Ese objeto se está desplazando... ¡No puedo creerlo!...
Ha cambiado el rumbo: ahora está siguiendo el radial 2401... ¡Jasón, viene hacia aquí!... ¿Me
oyes, Jasón?
-Te escucho «5 x 5» -le respondí como pude-. Pero, ¿no será algún meteoro?
Eliseo casi me manda al infierno por aquella pregunta, evidentemente estúpida.
-Esa «cosa», Jasón, ha hecho estacionario2 durante más de veinte minutos... Ahora se
mueve muy despacio.
Si aquel inexplicable objeto se hallaba aún a unas 30 millas de nuestra posición, era ridículo
que siguiera escudriñando el espacio. Traté, pues, de calmar a mi hermano en el módulo,
rogándole que me mantuviera puntualmente informado de las evoluciones del eco en el radar.
Mientras tanto, el Maestro se había levantado y, dando media vuelta, caminó hacia los
discípulos. Dada la distancia no pude registrar sus palabras, pero sí observé cómo se inclinaba
sobre sus hombres, tocándoles con la mano izquierda. Los dos que yacían se despertaron y vi
cómo se incorporaban parcialmente.
Al poco, Jesús retornó hasta el calvero. Los tres apóstoles le observaron durante breves
minutos, terminando por recostarse nuevamente.
1
El objeto, que había seguido una trayectoria Norte, empezaba a desplazarse en dirección Oeste-Suroeste.
Justamente hacia el área de Jerusalén.
2
Es decir, había permanecido estático o inmóvil. (N. del m.)
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