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Caballo de Troya J. J. Benítez proximidades de la cueva, mi escondite sería precisamente aquella pared que cercaba la propiedad de Simón, «el leproso». Elíseo llevaba razón. Tal y como me había advertido horas antes, la fuerte perturbación en los altos niveles de la atmósfera -al este de Palestina- empezaba a notarse sobre Jerusalén. Un viento cada vez más insistente y bochornoso agitaba los árboles, silbando como un lúgubre presagio por entre las tortuosas ramas y raíces de los olivos. El cañafístula que crecía junto a la caverna castañeteaba cada vez con más fuerza, ayudándome a orientarme. Al alcanzar el fondo del huerto descubrí enseguida la figura del Galileo, en pie y con la cabeza baja, casi clavada sobre el pecho. Se encontraba, en efecto, a cuatro o cinco metros de la entrada de la gruta, en mitad del reducido calvero existente entre el olivar y la peña. A los pies del Maestro se extendía una de aquellas costras de caliza, blanqueada por la luna llena. Sin perder un minuto salté al otro lado del muro y, arrastrándome sobre la maleza, rodeé la caverna, apostándome a espaldas del corpulento cañafístula. Desde allí -perfectamente oculto-, pude seguir, paso a paso, todos los movimientos y palabras de Jesús de Nazaret. La claridad derramada por la luna me permitía ver la figura del Maestro con comodidad. Sin embargo, necesité acostumbrar mis ojos a la oscuridad que dominaba la masa de los olivos para descubrir, al fin, las siluetas de Pedro, Juan y Santiago. Los discípulos se habían sentado en tierra, acomodándose con sus mantos entre los últimos árboles, a poco más de una treintena de pasos del punto donde permanecía el Nazareno. Desde aquella distancia, y a pesar de mis esfuerzos, no pude confirmar si se hallaban dormidos o no. A los quince o treinta minutos, deduje que, al menos dos ellos, debían haber caído en un profundo sueño, a juzgar por sus posturas -totalmente echados sobre el suelo- y por los inconfundibles ronquidos de Pedro. Un tercero, sin embargo, aparecía reclinado contra el tronco de uno de los olivos, aunque no podría jurar que estuviese dormido. De pronto, cuando me encontraba atareado preparando la «vara de Moisés», un crujido de ramas me sobresaltó. Me volví y, a cosa de diez o quince metros, mis ojos quedaron fijos en un bulto blanco que se deslizaba entre las jaras, aproximándose. Tomé el cayado en actitud defensiva y, con las rodillas en tierra, me dispuse a rechazar el ataque de lo que, en un primer momento, identifiqué como un extraño animal. Pero, cuando aquella «cosa» estaba casi al alcance de mi vara, se detuvo. ¡Era el joven Juan Marcos! Respiré profundamente haciéndole una señal para que continuara agachado. El muchacho llegó hasta mí, explicándome al oído que había abandonado su guardia porque quería estar cerca del Maestro. No me atreví a sugerirle que regresara al camino pero, dadas las circunstancias, le pedí que se mantuviera conmigo y en el más absoluto silencio. Al ver a Jesús en actitud orante, Marcos lo comprendió y me hizo un gesto de aprobación. A partir de esos momentos, y aunque procuré no perder de vista al impetuoso adolescente, mi atención quedó absorbida ya por el gigante de Galilea. Y en ello estaba cuando, súbitamente, Eliseo -con gran excitación- abrió la conexión auditiva, informándome de algo que me dejó atónito ¡El radar del módulo estaba recibiendo información de un objeto que «volaba» sobre la zona! -Pero, ¡no es posible! -le contesté, metiendo prácticamente la cabeza entre mis rodillas, de forma que el muchacho no pudiera oírme. Jasón, te juro que he maniobrado la antena y la pantalla de aproximación del radar1 está codificando un eco metálico. Ahí arriba, a unos 6 000 pies, se está moviendo algo... ¡Sí!, ahora lo veo mejor... Se encuentra en 360º-30 millas...2 ¡Dios santo! ¡Se ha parado!... Levanté los ojos hacia el firmamento y en la dirección que había transmitido Eliseo, pero no observé nada anormal. La fuerte luminosidad de la Luna, cada vez más alta, dificultaba la visión de la estrellas. 1 Caballo de Troya, gracias a un espléndido servicio de la Inteligencia norteamericana, había obtenido a finales de 1972 los planos del radar «Gun Dish», que sería utilizado meses después por los egipcios en la guerra del «Yom Kippur» (octubre de 1973), y cuya frecuencia era de unos 16GHz. Es decir, 16000 Mc/s. Este complejo radar había sido dispuesto a bordo del módulo. 2 La situación del «objeto» era de 360 grados (al Norte) y a 30 millas de distancia del punto donde se hallaba posado el módulo. (N. del m.) 199