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Caballo de Troya J. J. Benítez David y yo nos miramos. Jesús rogó entonces a Jacobo que repitiera el mensaje y, una vez satisfecho, le despidió con estas palabras: -No temas. Esta noche, un mensajero invisible correrá a tu lado. Mientras el Zebedeo ultimaba la partida del «correo», Jesús se dirigió a los griegos que acampaban junto a la cuba de piedra de la almazara y se despidió de ellos. Yo permanecí sentado muy cerca de Pedro, Juan y Santiago. Los apóstoles, a pesar de sus esfuerzos, comenzaron a bajar los párpados y a dar algunas cabezadas. El Maestro regresó hasta la fogata y, cuando se disponía a alejarse con sus íntimos hacia el interior del olivar, David le retuvo unos instantes. Con la voz trémula y los ojos húmedos acertó al fin a decirle: -Maestro, he tenido una gran satisfacción al trabajar para ti. Mis hermanos son tus apóstoles, pero me alegro de haberte servido en las cosas más pequeñas. Lamentaré de todo corazón tu partida... Las lágrimas terminaron por rodar por sus curtidas mejillas. Y el Galileo, sin poder contener su amor hacia aquel hombre prudente y eficaz, le tomó por los hombros, diciéndole: -David, hijo mío, los otros han hecho lo que les ordené. Pero, en tu caso, ha sido tu propio corazón el que ha respondido y servido con devoción. Tú también vendrás un día a servir a mi lado en el reino eterno. Y antes de separarse definitivamente del Maestro, David le confesó que había dado órdenes para que su madre y su familia se trasladasen a Jerusalén. Jesús no pareció muy sorprendido. -Un mensajero me ha comunicado -concluyó- que esta misma noche han llegado a Jericó y que mañana temprano estarán aquí. El Nazareno le miró y respondió: -David, que así sea. Y uniéndose a los tres apóstoles, que esperaban al pie del olivar, se perdió en la oscuridad de la noche. La gran tragedia estaba a punto de comenzar... 7 DE ABRIL, VIERNES Un silencio extraño había caído sobre el campamento. Yo sabía que aquélla no iba a ser una noche como las anteriores pero, a pesar de ello, noté en el ambiente una especie de pesada turbulencia. Como si miles de fantasmas -quizá esos «mensajeros invisibles» a los que se había referido Jesús- planeasen sobre las copas de los olivos, agitando, incluso, las menguadas lenguas de fuego frente a las que yo permanecía. Y un escalofrío agitó mi espalda. El campamento dormía cuando, al filo de las doce de la noche, y una vez que Jesús y sus tres discípulos se. perdieron entre las hileras del olivar, me levanté, advirtiendo a Eliseo que me dirigía al extremo norte del huerto. Con una rápida mirada recorrí las tiendas, la almazara y los cuerpos dormidos de los griegos y, una vez seguro de que todo se hallaba en calma, encaminé mis pasos hacia el muro que bordeaba el huerto por la cara Este y qu