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Caballo de Troya J. J. Benítez »Cuando el rabí apareció bajo el marco de la puerta, los doce nos hallábamos aún en plena acometida dialéctica, recriminándonos mutuamente lo sucedido. Al verle se hizo un brusco silencio. »Jesús permaneció unos instantes en el umbral. Su rostro se había ido volviendo paulatinamente serio. Evidentemente había captado la situación. Pero, sin hacer comentario alguno, se dirigió a su lugar, ante la desolada mirada de mi hermano Pedro. »Fueron uno minutos tensos. Sin embargo, Jesús fue recobrando su habitual y característica dulzura y todos nos sentimos un poco más distendidos. Al poco, la conversación volvió a surgir, aunque algunos de mis compañeros siguieron empeñados en echarse en cara el incidente de la elección de los divanes, así como la aparente falta de consideración de la familia Marcos al no haber previsto uno o varios sirvientes que lavaran sus pies. »Jesús desvió entonces su mirada hacia los lavabos, comprobando que, en efecto, no habían sido utilizados. Pero tampoco dijo nada. »Tadeo procedió a servir la primera copa de vino, mientras el rabí escuchaba y observaba en silencio. »Como sabes, una vez apurada esta primera copa, la tradición fija que los huéspedes deben levantarse y lavar sus manos. Nosotros sabíamos que el Maestro no era muy amante de estos formulismos y aguardamos con expectación. »Y ante la sorpresa general, el rabí se incorporó, caminando silenciosamente hacia las jarras de agua. Nos miramos extrañados cuando, sin más, se quitó la túnica, ciñéndose uno de los lienzos alrededor de la cintura. Después, cargando con una jofaina y el agua, dio la vuelta completa a la mesa, llegando hasta el puesto menos honorífico: el que ocupaba mi hermano. Y arrodillándose con gran humildad y mansedumbre, se dispuso a lavar los pies de Pedro. Al verle, los doce nos levantamos como un solo hombre. Y del estupor pasamos a la vergüenza. Jesús había cargado con el trabajo de un criado cualquiera, recriminándonos así nuestra mutua falta de consideración y caridad. Judas y Juan bajaron sus ojos, aparentemente más doloridos que el resto... -¿También Judas? -le interrumpí con cierta incredulidad. -Sí... Andrés detuvo sus pasos y, mirándome fijamente, preguntó a su vez: -Jasón, tú sabes algo... ¿Qué sucede con Judas? Me encogí de hombros, tratando de esquivar el problema. Pero el jefe de los apóstoles insistió y -dado lo inminente del prendimiento- le expuse que, efectivamente, yo también dudaba de la lealtad del Iscariote. Proseguimos y, al cruzar el Cedrón, mi acompañante salió de su sombrío mutismo. Le supliqué que continuara con su relato y Andrés terminó por aceptar. -Cuando Simón vio a Jesús arrodillado ante él, su corazón se encendió de nuevo y protestó enérgicamente. Como te he dicho, mi hermano ama al Maestro por encima de todo y de todos. Supongo que al verle así, como un insignificante sirviente y dispuesto a hacer lo que ni él ni nosotros habíamos aceptado, comprendió su error y quiso disuadirle. Pero la decisión del rabí era irrevocable y Pedro se dejó hacer. Uno a uno, como te decía, Jesús fue lavando nuestros pies. Después de las palabras de Pedro, ninguno se atrevió a protestar. Y en un silencio dramático, el Maestro fue rodeando la mesa,