Caballo de Troya
J. J. Benítez
base de vino, vinagre y frutas machacadas. El vino (los comensales debían beber, como
mínimo, cuatro copas previamente mezcladas con agua) procedía del Monte de Simeón, de
gran prestigio en Israel.
A eso de las seis y media, el benjamín de los Marcos irrumpió en la casa como una
exhalación. Jadeante y sudoroso comunicó a su padre que el Maestro se acercaba ya a la
mansión...
Los nervios y la alegría de la familia al recibir al Galileo y a sus hombres no tuvo límites. Y
durante varios minutos, la confusión fue total. María Marcos subía y bajaba sin cesar, mientras
la servidumbre procedía a ultimar los detalles de la cena.
Los discípulos -por consejo de Jesús- fueron ascendiendo las escaleras, camino de la estancia
superior. Según pude apreciar, no faltaba ninguno. Judas, encerrado en un mutismo total,
siguió a sus compañeros, mientras el rabí departía con la familia. A juzgar por sus jocosos
comentarios sobre el cordero, su humor seguía siendo excelente. Nada parecía perturbarle. Sin
embargo, y a partir de aquel momento, yo debía mantenerme en alerta total. El Iscariote, al
fin, había averiguado el lugar donde iba a celebrarse la misteriosa cena y sus pensamientos
sólo podían ocuparse ya de algo básico para él y para los policías que esperaban, sin duda, su
información: salir de la casa de los Marcos y acudir al Templo para poner en marcha la
operación de arresto del Nazareno.
Hacia las siete, Jesús se retiró, dirigiéndose hacia el cenáculo. Su semblante seguía
reflejando una gran jovialidad.
A partir de ese instante me situé en el quicio de la puerta que daba acceso al jardín,
montando guardia a escasos metros de la escalera que conducía al primer piso.
Al poco, el servicial Juan Marcos -por indicación de su padre- me trajo un pequeño taburete.
Me senté y él hizo otro tanto, observándome en silencio. Apuré lentamente el plato de pescado
cocido que me había servido la señora de la casa y, sin demasiadas esperanzas de éxito,
comencé a interrogar al muchacho. Pero Juan, a pesar de su corta edad, poseía un profundo
sentido de la lealtad y, sobre todas las cosas de este mundo, amaba a Jesús. Así que mis
preguntas fueron estrellándose, una detrás de otra, contra el celoso silencio del jovencito.
Cuando, por último, me atreví a exponerle mi teoría sobre su acuerdo secreto con el rabí, en
relación al hombre del cántaro de agua y a los demás planes sobre la cena, Juan Marcos se
puso pálido. Y en un arranque, se levantó, escapando hacia el fondo del jardín.
Sin querer, su actitud le había delatado. Pero no quise forzar la situación.
A la hora, aproximadamente, de iniciada la cena, Santiago y Judas de Alfeo -los gemelosaparecieron por las escaleras. Me puse en pie. Pero, al verlos entrar en el patio y recoger la
bandeja de madera sobre la que había sido dispuesto el cordero -previamente troceado-, me
tranquilicé. Tenían la mirada grave. Y la curiosidad volvió a asaltarme. ¿Qué estaba sucediendo
allí arriba? ¿A qué se debía aquella sombra de angustia en los rostros de los hermanos,
habitualmente risueños? La constante presencia de la familia Marcos me impidió consultar al
módulo. Y opté por serenarme. Tiempo habría de averiguarlo.
Juan Marcos, algo más calmado y sonriente, recogió mi plato. Procuré mostrarme amistoso,
cambiando mi anterior tema de conversación por otro más cálido. De esta forma -haciendo de
Jesús el centro de mis palabras-, el muchacho olvidó sus recelos, demostrándome lo que yo ya
sabía; que su pasión por el Maestro no tenía límites y que, si fuera preciso, «él sería el primero
en ofrecer su vida por el rabí», según dijo.
Conforme avanzaba la noche, sin poder remediarlo, mi nerviosismo fue también en aumento.
Hasta que, finalmente, hacia las nueve, vi bajar a Judas. Evidentemente, llevaba prisa. Y sin
mirarnos siquiera, abrió el portalón de entrada, saliendo de la casa.
De un salto me situé en la puerta y observé cómo se alejaba precipitadamente. Juan Marcos,
alarmado por mi súbita actitud, preguntó si ocurría algo. Si mis suposiciones eran correctas, el
Iscariote se dirigía hacia el Templo. Aquello significaba que yo perdería su pista de inmediato.
Era preciso actuar con rapidez e inteligencia. Y, de pronto, fijándome en el muchacho, se me
ocurrió una solución.
-¿Conoces la casa de José, el de Arimatea? -le pregunté, tratando de no alarmarle.
Juan Marcos asintió.
-Pues bien, corre hacía allí y dile a José que acuda de inmediato al Templo. Es importante
que él o Ismael se reúnan con Judas...
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