Test Drive | страница 190

Caballo de Troya J. J. Benítez Traté de tranquilizarme y, tomando de nuevo la vara, escudriñé hasta el último rincón de la sala. Pronto desistí. No había una sola zona donde apoyar el cayado sin que levantase sospechas y con garantías de una filmación correcta. Desalentado, me dirigí entonces hacia el punto que había elegido en un principio, con el fin de depositar la «vara de Moisés» por detrás de las ramas y palmas. «Al menos -me dije a mí mismo-, quedará constancia del lugar y de algunos de los personajes.» Mi misión, en este caso, era sencilla: bastaba con que dejara pulsado el clavo que activaba el rodaje. Una vez concluida la cena, y si no surgían inconvenientes, todo era cuestión de subir nuevamente y recogerla. Pero, cuando me faltaban unos pasos para alcanzar el rincón, el sirviente se presentó en la estancia, arruinando mis intenciones. Traía en las manos un pequeño jarrón de barro y, en su interior, mis flores. Tuve que forzar una sonrisa. Después, casi como un autómata, lo situé sobre la mesa, frente al plato y a las copas asignados al Nazareno. Y profundamente contrariado, abandoné aquel histórico lugar. Me disponía ya a despedirme de la familia Marcos cuando el bronco y áspero sonido de los cuernos de carnero del Templo anunciaron el final del día. Mi intención era ocultarme en las proximidades de la casa y esperar la llegada de Jesús y de sus hombres. De esta forma podría controlarles y, sobre todo, estar al tanto de los movimientos de Judas. Pero la hospitalaria familia no me dejó partir. Elías me rogó que aceptase un vaso de vino y que, si no alteraba mis planes, permaneciese en su compañía hasta el regreso del grupo a Getsemaní. El padre de Marcos conocía la disposición del rabí sobre la cena: nadie -excepto los trece- debería participar en la comida pascual. Ni siquiera habría sirvientes. Y aunque yo me apresuré a recordarle este deseo del Maestro, el buen hombre insistió en que no era necesario que yo estuviera presente en el piso superior. Podía satisfacer mi apetito y, de paso, resguardarme en la planta baja o en el pequeño jardín contiguo a la vivienda. Reflexioné y acepté. Quizá aquél fuera el emplazamiento ideal para mi misión. Después de todo, desde el piso inferior e, incluso desde el patio, era posible seguir los movimientos de cuantos subieran o bajaran al cenáculo. Aquella amable invitación me permitió, además, averiguar otro dato curioso: el menú de la «última cena». De acuerdo con las costumbres judías, esta comida se sustentaba en un plato único -el cordero o cabrito-, aderezado y acompañado con una serie de verduras, igualmente obligatorias. María Marcos había preparado varios platos con lechuga, perifollos olorosos (con un suave aroma parecido al anís), un cardo llamado «eringe» o «eringio» y las imprescindibles yerbas amargas. Todo ello, sin hervir ni cocer, tal y como marcaba la ley. Cuando le pregunté sobre la forma de preparar el cordero, la matrona me condujo hasta el jardín, mostrándome unas brasas de madera de pino, perfectamente circunscritas en un hogar a base de grandes cantos de río. Uno de los sirvientes velaba para que la candela no se extinguiera mientras otros dos se ocupaban de un cordero que no pesaría más allá de los ocho o diez kilos. Con una destreza admirable, los sirvientes había cortado las extremidades y extraído la totalidad de las entrañas. Después, tanto éstas como las patas -todo ello perfectamente desollado y purificado a base de agua- fue introducido en el interior del cordero. Uno de los hombres tomó varios brotes de alhova, así como laurel y pimienta, rellenando con ello los huecos. A continuación, el vientre fue cerrado mediante largas y escogidas ramas de romero, dispuestas alrededor de la pieza. El segundo sirviente introdujo entonces un largo y sólido palo de granado por la boca del cordero, atravesando todo el cuerpo y haciéndolo aparecer por el ano. Una vez dispuesto de esta guisa, los extremos de la vara de granado fueron depositados sobre sendas horquillas de hierro, firmemente clavadas en la tierra. Y dio comienzo un lento y meticuloso asado. Siguiendo un antiguo ritual, antes de que los servidores situaran el cordero sobre las brasas, el padre de familia dirigió su mirada al cielo, comprobando que nos hallábamos «entre dos luces», tal y como específica el Éxodo (12,6). El banquete había sido redon FVF