Caballo de Troya
J. J. Benítez
Traté de tranquilizarme y, tomando de nuevo la vara, escudriñé hasta el último rincón de la
sala. Pronto desistí. No había una sola zona donde apoyar el cayado sin que levantase
sospechas y con garantías de una filmación correcta.
Desalentado, me dirigí entonces hacia el punto que había elegido en un principio, con el fin
de depositar la «vara de Moisés» por detrás de las ramas y palmas. «Al menos -me dije a mí
mismo-, quedará constancia del lugar y de algunos de los personajes.» Mi misión, en este caso,
era sencilla: bastaba con que dejara pulsado el clavo que activaba el rodaje. Una vez concluida
la cena, y si no surgían inconvenientes, todo era cuestión de subir nuevamente y recogerla.
Pero, cuando me faltaban unos pasos para alcanzar el rincón, el sirviente se presentó en la
estancia, arruinando mis intenciones. Traía en las manos un pequeño jarrón de barro y, en su
interior, mis flores.
Tuve que forzar una sonrisa. Después, casi como un autómata, lo situé sobre la mesa, frente
al plato y a las copas asignados al Nazareno.
Y profundamente contrariado, abandoné aquel histórico lugar.
Me disponía ya a despedirme de la familia Marcos cuando el bronco y áspero sonido de los
cuernos de carnero del Templo anunciaron el final del día. Mi intención era ocultarme en las
proximidades de la casa y esperar la llegada de Jesús y de sus hombres. De esta forma podría
controlarles y, sobre todo, estar al tanto de los movimientos de Judas. Pero la hospitalaria
familia no me dejó partir. Elías me rogó que aceptase un vaso de vino y que, si no alteraba mis
planes, permaneciese en su compañía hasta el regreso del grupo a Getsemaní. El padre de
Marcos conocía la disposición del rabí sobre la cena: nadie -excepto los trece- debería participar
en la comida pascual. Ni siquiera habría sirvientes. Y aunque yo me apresuré a recordarle este
deseo del Maestro, el buen hombre insistió en que no era necesario que yo estuviera presente
en el piso superior. Podía satisfacer mi apetito y, de paso, resguardarme en la planta baja o en
el pequeño jardín contiguo a la vivienda.
Reflexioné y acepté. Quizá aquél fuera el emplazamiento ideal para mi misión. Después de
todo, desde el piso inferior e, incluso desde el patio, era posible seguir los movimientos de
cuantos subieran o bajaran al cenáculo. Aquella amable invitación me permitió, además,
averiguar otro dato curioso: el menú de la «última cena».
De acuerdo con las costumbres judías, esta comida se sustentaba en un plato único -el
cordero o cabrito-, aderezado y acompañado con una serie de verduras, igualmente
obligatorias.
María Marcos había preparado varios platos con lechuga, perifollos olorosos (con un suave
aroma parecido al anís), un cardo llamado «eringe» o «eringio» y las imprescindibles yerbas
amargas. Todo ello, sin hervir ni cocer, tal y como marcaba la ley.
Cuando le pregunté sobre la forma de preparar el cordero, la matrona me condujo hasta el
jardín, mostrándome unas brasas de madera de pino, perfectamente circunscritas en un hogar
a base de grandes cantos de río. Uno de los sirvientes velaba para que la candela no se
extinguiera mientras otros dos se ocupaban de un cordero que no pesaría más allá de los ocho
o diez kilos. Con una destreza admirable, los sirvientes había cortado las extremidades y
extraído la totalidad de las entrañas. Después, tanto éstas como las patas -todo ello
perfectamente desollado y purificado a base de agua- fue introducido en el interior del cordero.
Uno de los hombres tomó varios brotes de alhova, así como laurel y pimienta, rellenando con
ello los huecos. A continuación, el vientre fue cerrado mediante largas y escogidas ramas de
romero, dispuestas alrededor de la pieza.
El segundo sirviente introdujo entonces un largo y sólido palo de granado por la boca del
cordero, atravesando todo el cuerpo y haciéndolo aparecer por el ano.
Una vez dispuesto de esta guisa, los extremos de la vara de granado fueron depositados
sobre sendas horquillas de hierro, firmemente clavadas en la tierra. Y dio comienzo un lento y
meticuloso asado. Siguiendo un antiguo ritual, antes de que los servidores situaran el cordero
sobre las brasas, el padre de familia dirigió su mirada al cielo, comprobando que nos
hallábamos «entre dos luces», tal y como específica el Éxodo (12,6).
El banquete había sido redon FVF