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Caballo de Troya J. J. Benítez A la izquierda del comedor (tomando siempre como referencia la única puerta de entrada), y pegados prácticamente al muro de ladrillo -cuidadosamente reforzado a base de caliza- conté tres lavabos de bronce, elevados sobre el entarimado mediante sendos pies de madera. Todos ellos, curiosamente, provistos de ruedas. De esta forma, aquellos recipientes de unos cuarenta centímetros de diámetro y de escasa profundidad- podían ser trasladados cómodamente de una parte a otra del aposento. Junto a los lavabos, el dueño de la casa había preparado varías jarras con agua, así como algunas jofainas y lienzos para el secado. La escasa luz que penetraba por las espigadas ventanas -casi «troneras»-, que se repartían a lo largo de los muros, había obligado ya a los sirvientes a encender las lámparas de aceite. En una rápida exploración observé que las seis o siete lucernas adosadas en las paredes, y a cosa de metro y medio del suelo, no daban una llama lo suficientemente grande como para iluminar la estancia con amplitud. El defecto había sido subsanado con un farol cuadrado, en cuyo interior ardía otra carga de aceite, con una triple mecha de cáñamo. Este refuerzo, plantado en el interior de la «U» y sostenido a poco más de un metro del piso por un pie de hierro forjado bellamente trabajado, sí proporcionaba a la mesa y a sus inmediaciones una generosa claridad. A través de las paredes de vidrio -sutilmente teñidas de color oro-, la luz del farol inundaba y bañaba de amarillo los divanes rojizos y el blanco e inmaculado mantel. En uno de los extremos de la mesa (el más distante al lugar donde se encontraban los lavabos «rodantes»), la servidumbre habla situado el pan, el vino, el agua y varios platos con legumbres. Y sobre la mesa, en el punto correspondiente a cada uno de los invitados, trece platos de fina cerámica, decorados con estrechas bandas rojas y blancas, posiblemente trazadas a pincel por el artesano. Junto a la vajilla, cuatro copas de cristal de Sidón por comensal. La presencia de tan numerosa cristalería me hizo suponer que Jesús pensaba celebrar aquella cena, según el rito pascual. Y por toda decoración, la sala lucía algunos tapices rojos, colgados estratégicamente en las paredes. A la derecha de la puerta, en el ángulo del cenáculo, la madre del joven Marcos había puesto un discreto toque femenino, a base de brillantes ramas de olivo y hojas de palma, firmemente sujetas en un barreño con tierra. Tras aquella vertiginosa ojeada a la estancia, comprendí que el lugar ideal para ocultar el micrófono multidireccional era la base del farol. Desde aquel punto, equidistante de casi todos los discípulos, las voces podrían llegar con nitidez hasta el sensible receptor. Pero, al volverme hacia la puerta, la presencia del servicial acompañante me hizo desistir de mis propósitos. Tenía que quedarme solo, aunque fuera únicamente durante un par de minutos... De pronto advertí que aún tenía las flores en mi mano izquierda y entregándoselas al sirviente le rogué que buscara algún jarrón. El buen hombre no entendía bien el griego y tuve que expresarme por señas. Por fin pareció comprenderme y se alejó, escaleras abajo, con el fin de satisfacer mi súplica. Sin perder un segundo me hice con V