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Caballo de Troya J. J. Benítez Hacia las cinco de la tarde, cuando apenas faltaba una hora para el ocaso, noté un movimiento inusitado en el campamento. Felipe me informó que el Maestro tenía prisa por salir hacia Jerusalén. Los apóstoles no terminaban de entender por qué el Maestro había organizado aquella reducida e inusual cena, a la que sólo podían asistir sus doce hombres de confianza. Los comentarios eran de lo más diverso. La costumbre judía establecía con gran rigor que el almuerzo pascual debía celebrarse -una vez sacrificado el obligado cordero o cabrito en el Templo- en la víspera de la Pascua propiamente dicha1. En esta ocasión, la fiesta pascual caía en sábado por lo que era doblemente solemne, como creo que ya comenté. Si la tradicional cena religiosa debía efectuarse al día siguiente, viernes, 7 de abril y una vez oscurecido, era lógico que los discípulos se hicieran preguntas sobre el misterioso banquete organizado por el Galileo para esa noche del jueves. Sólo unos pocos -Juan, Judas Iscariote, por supuesto, y David Zebedeo- intuían que aquella cena iba a ser un acto muy especial, previo a la inmediata y fulminante captura de su Maestro. Para mí, aquellas prisas de Jesús por abandonar el huerto fueron la señal que me impulsó a retirarme, adelantándome al grupo. Dadas las especialísimas características de la «última cena» -a la que, insisto, sólo podían asistir Jesús y sus doce apóstoles-, Caballo de Troya había estimado que mi presencia en la misma hubiera podido quebrar el carácter íntimo que el Maestro pretendía. Era poco ético, por tanto, que yo me hubiera sentado junto a los trece. Pero la misión no podía pasar por alto un hecho tan trascendental y significativo como aquél. Yo debería recoger un máximo de información sobre lo verdaderamente ocurrido en el piso superior de la casa de los Marcos. Y para ello, el general Curtiss había dispuesto una solución «intermedia»: además de mis indagaciones cerca de los protagonistas, la totalidad de las palabras de Jesús y de los doce serían recogidas mediante un sensible y diminuto micrófono, que yo debería ocultar en un lugar estratégico del cenáculo. (Difícilmente podía suponer entonces que aquella minúscula maravilla de la electrónica -const 'V