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Caballo de Troya J. J. Benítez mi propio engaño y no tuve más remedio que aceptar, simulando -además- gran contento por aquella gentileza del discípulo. El gremio de los tintoreros, tal y como me había anunciado Juan al salir de la casa, se encontraba muy cerca. Descendimos por un estrecho callejón, tan mal empedrado como pestilente, hasta desembocar en un corro de pequeñas casas de una planta, situado a la sombra de la muralla exterior y en el ángulo suroccidental de la ciudad. Aquella treintena de casas eran en realidad otras tantas tintorerías. Juan me condujo al interior de una de ellas, propiedad de un viejo amigo: un tal Malkiyías, experto artesano y digno sucesor de una antigua familia de tintoreros. Y sin proponérmelo me f