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Caballo de Troya J. J. Benítez De pronto, en aquel confuso trasiego de gentes, Juan nos llamó la atención sobre un grupo de mujeres que salía de la ciudad. Dos de ellas cargaban sobre sus cabezas sendos cántaros. El resto -posiblemente lavanderas- mantenía sobre sus cráneos, con gran destreza, cestos de mimbre repletos de ropa. Pero Pedro, cada vez más desalentado, hizo ver al joven discípulo que se trataba de mujeres y que, además, seguían una dirección opuesta a la que les había anunciado el rabí. Al traspasar el arco de piedra de la gigantesca puerta, los tres apóstoles se detuvieron frente a las primeras casas del barrio bajo. Y, durante algunos minutos, se dedicaron a inspeccionar a cuantos deambulaban por el lugar. No necesitaron mucho tiempo para descubrir, a la derecha del portalón de los Esenios, a un hombre que se hallaba sentado y con la espalda apoyada en la muralla. A su lado había una cántara de casi medio metro de alzada, de las usadas comúnmente para recoger el agua de las fuentes situadas delante de Jerusalén. Los discípulos se miraron en silencio y Juan, sonriente y decidido, se adelantó hasta situarse a dos metros de aquel individuo. Felipe le siguió y Pedro, vacilante aún, terminó por unirse a sus amigos, negando sistemáticamente con la cabeza. Ni Juan ni el resto llegaron a despegar sus labios. Cuando aquel hombre -que parecía aburrido de esperar- les vio inmóviles y con los ojos fijos en él, dibujó una leve sonrisa y, sin más, se levantó, tomando la pesada cántara. Acto seguido, y con el recipiente bien sujeto sobre su cadera izquierda, inició una apresurada caminata. Pedro, en silencio y con los ojos bajos, había enrojecido de vergüenza. En cuestión de minutos, el misterioso personaje nos condujo por las empinadas y angostas callejas de aquella zona meridional de Jerusalén hasta una casa de dos plantas, situada muy cerca de la residencia de Anás, el ex sumo sacerdote y suegro de Caifás. A la puerta de aquella mansión, tan lujosa casi como la de José de Arimatea, esperaba un conocido de todos: el pequeño Juan Marcos! Al parecer no fui el único sorprendido. Los tres discípulos, al ver al adolescente, intercambiaron una mirada, adivinando entonces las intenciones de Jesús. Por mi parte, el supuesto hecho milagroso del encuentro con el hombre del cántaro empezaba a tener una explicación más racional. Aunque en aquellos instantes no disponía de pruebas suficientes, un presentimiento comenzó a rondarme: ¿Había dado instrucciones el Maestro a Juan Marcos, durante el largo paseo del miércoles, para que un miembro de su familia -quizá un sirviente- acudiera a una hora determinada hasta las puertas de Jerusalén y portando un cántaro de agua? De no haber sido así, ¿cómo explicar la presencia del muchacho, justamente en el escalón de la puerta de la casa donde debería celebrarse la llamada «última cena»? Aquella hipótesis fue ganando terreno en mi subsconsciente. En el fondo, todo encajaba: el férreo mutismo del joven ante las preguntas de los discípulos y la extrema prudencia del Maestro a la hora de indicar el lugar donde deseaba reunirse con sus íntimos... Jesús de Nazaret estaba al corriente del complot que protagonizaba Judas, así como de sus manejos para facilitar su captura. Era lógico que, si el Galileo deseaba no ser molestado en el transcurso de aquella cena, adoptase las necesarias medidas de precaución. Y aquella «maniobra», evidentemente, formaba parte del plan. El joven Marcos nos condujo hasta el interior de la casa, presentándonos a sus padres, Elías y María. Aquella familia -según pude averiguar- estaba emparentada con la de Jesús, comulgando plenamente con sus enseñanzas. Felipe, como responsable de la preparación de la cena, rogó a Elías Marcos que le mostrase el lugar elegido y que le pusiese al corriente del menú y de los restantes preparativos. Prudentemente, y puesto que el muchacho se hallaba presente, me abstuve de formular preguntas a los dueños de la casa. Sin embargo, después de comprobar que la cena tendría por escenario el piso superior de la mansión de los Marcos, mis dudas sobre el acuerdo secreto entre Jesús y el hijo de aquellos quedaron prácticamente disueltas. Sólo restaba que el muchacho o sus padres me lo confirmaran. Pero eso sucedería pocas horas más tarde... Me disponía ya a seguir a Felipe y a Pedro hasta la primera planta, iniciando así otra de las delicadas misiones encomendadas por Caballo de Troya cuando, inesperadamente, Juan el Evangelista- me propuso aprovechar aquellos minutos para visitar el cercano barrio de los tintoreros, satisfaciendo así mi deseo de adquirir el manto para el Maestro. Me vi atrapado en 186