Caballo de Troya
J. J. Benítez
aquel jueves. Pero el Zebedeo -que no le perdía de vista- comprendió las oscuras intenciones
del Iscariote y, con unos reflejos admirables, se interpuso en el camino del traidor,
entreteniéndole.
Judas, nervioso, vio cómo Felipe, Pedro, Juan y el Maestro se separaban del grupo, entrando
en una de las solitarias tiendas. A los pocos minutos, los tres apóstoles salieron del albergue y,
sin hacer el menor comentario, abandonaron el huerto, ladera abajo.
Por un momento dudé. ¿Qué debía hacer? ¿Me unía al grupo de los apóstoles que acababa
de salir del campamento o permanecía junto al Maestro? David seguía entreteniendo al
Iscariote quien, con el rostro desolado pero sin perder su sangre fría, parecía resignado a su
suerte.
Me dejé llevar por el instinto y, disimuladamente, me lancé en pos de Felipe y sus compañeros.
Los alcancé cuando cruzaban al otro lado del Cedrón, bordeando la muralla suroriental de la
ciudad santa, en dirección a la puerta de los Esenios. Al verme, los discípulos se mostraron un
tanto sorprendidos. Pero intenté disipar sus recelos, comentándoles que -puesto que se
avecinaba la fiesta pascual- tenía intención de agradecer la hospitalidad del Maestro,
entregándole un obsequio1.
-Os he visto partir hacia Jerusalén -les dije- y he creído que ésta era una buena oportunidad
para pediros consejo...
Sólo Juan -mejor observador y más sensible que sus amigos- se emocionó por aquel gesto
mío. Y tomándome por el brazo, me preguntó:
-¿Y qué has pensado regalarle?
-Quizá una nueva túnica -improvisé.
-No es mala idea -meditó en voz, alta-, pero, quizá fuese más práctico que compraras un
manto... El tiene en alta estima su túnica. Te habrás fijado que fue confeccionada a mano y sin
costuras...
Le hice saber que me parecía una excelente idea y que, si disponían de unos minutos, me
acompañaran y recomendaran un buen mercader en telas.
Pedro intervino y en un tono brusco -como si arrastrara un cierto malhumor- me desveló lo
que, precisamente, deseaba saber:
-Atiende, Jasón. Ahora no puede ser. El Maestro nos ha encomendado un asunto un tanto
raro...
En su voz adiviné aquella casi genética incapacidad para comprender muchas de las acciones
de Jesús.
-… Tenemos que llegar hasta las puertas de la ciudad y buscar a un hombre -exclamó con
«retintín»- con un cántaro de agua... ¡Imagínate!, con miles de peregrinos en Jerusalén...
Juan le reprochó su poca fe.
-Si el Maestro nos ha dicho que al franquear las puertas encontraremos a ese hombre con el
cántaro, no hay más que hablar.
-Pero, reconoce -trató de razonar Felipe- que Pedro lleva razón. ¿No hubiera sido más fácil y
práctico que Jesús nos hubiera dado la dirección de la casa donde desea cenar esta noche o el
nombre de su propietario? ¿Por qué tanto misterio? ¿Qué necesidad hay de tanto laberinto?
Sonreí para mis adentros, recordando el texto evangélico donde se narra este suceso. No
habría estado de más que los escritores sagrados hubieran hecho mención de aquella polémica
entre los discípulos y que retrataba maravillosamente la fe ciega de uno y las lógicas dudas del
resto. (Cabe la posibilidad de que, con el paso de los años, ni Pedro ni Felipe desearan
descubrir a la incipiente comunidad cristiana su flaqueza de espíritu. Y es del todo humano y
comprensible.)
Los tres hombres siguieron enzarzados en aquella disputa, hasta que llegamos al umbral de
la gran puerta de los Esenios, frente al valle del Hinnom. A aquellas horas de la tarde el gentío
que entraba y salía sin cesar de Jerusalén era lo suficientemente grande como para desalentar
a cualquiera que intentara localizar a un «hombre con un cántaro de agua».
1
La costumbre jud :