Caballo de Troya
J. J. Benítez
-¿Qué te ocurre? -le pregunté bajando el tono de mi voz, de forma que no pudiera ser oído
por el resto.
-Mis hombres en Jerusalén -me explicó con desesperación- han traído malas nuevas...
Empezaba a intuir de qué se trataba y cuál era en verdad la razón de la progresiva agitación
del discípulo.
Han seguido a Judas y, tal y como vosotros me adelantasteis, los planes para apresar al
Maestro están casi ultimados. Será hoy. Es posible que después de la puesta de sol. El capitán
de la policía del Templo está furioso por la fuga de Lázaro y ha apremiado al Iscariote para que
se consume el arresto.
-¿Sabéis dónde tendrá lugar?
-No. Lo único que sé es que no podemos perder de vista a ese bastardo... -masculló David
clavando su mirada en Judas.
-¿Y qué ha dicho Jesús?
El Zebedeo se encogió de hombros y rezumando aún la evidente sorpresa que le habla
causado la contestación del Galileo, comentó:
-Me ha pedido que no hable de esto con nadie, pero a ti sí puedo decírtelo, puesto que ya lo
sabes... «Sí, David -me ha respondido-, lo sé todo. Y sé que tú sabes, pero cuida de no
decírselo a nadie.» Y, cuando trataba de persuadirle para que huyera, añadió: «No dudes de
que la voluntad de Dios prevalecerá al final.» Te juro, Jasón, que no acierto a comprenderle. Si
él quisiera, ahora mismo pondríamos a su servicio más de un centenar de hombres armados
que le escoltarían y guardarían hasta llegar a la Perea...
Coloqué mis manos sobre sus hombros, tal y como había visto hacer a Jesús, e intenté
animarle con la mirada. Pero la tristeza de aquel hombre era mucho más profunda de lo que yo
podía suponer.
La súbita llegada de uno de los «correos» sacó a David de sus sombríos pensamientos. Le
acompañé hasta la tienda de los hombres y allí, en presencia del Zebedeo, el emisario -que
procedía de Filadelfia- leyó un mensaje de Abner. Hasta aquella remota ciudad oriental habían
llegado también los insistentes rumores sobre un complot para matar al Maestro y pedía
instrucciones. «¿Debía movilizarse con toda su gente y dirigirse a Jerusalén?»
El Zebedeo leyó la misiva y acudió de inmediato al Galileo. Éste, una vez conocida la nota del
hombre que daba protección a Lázaro, transmitió a David: «Dile a Abner que siga ad V