Caballo de Troya
J. J. Benítez
Por fortuna para mi, ninguno de los presentes acertó a preguntar por qué me había
empeñado en aquella insólita -casi ridícula- operación. La verdad es que, desde un principio,
gozaba entre los seguidores del rabí de fama de hombre extraño y esto -no lo sé muy bienpudo justificar quizá mi comportamiento singular en aquella espléndida mañana del jueves, 6
de abril.
El Maestro terminó de vestirse y siguiendo con aquel buen humor se incorporó al grupo de
amigos que le esperaban para desayunar.
Felipe volvió a repartir el pan -aún caliente- que nos había proporcionado el muchacho y las
mujeres distribuyeron sendos tazones de leche. En el cesto había también abundante grano
tostado, higos secos y una jarra de barro, repleta de las famosas pasas de Corinto. Todo ello,
obsequio de la familia de Juan Marcos al Maestro y a su grupo.
El propio Juan se encargó de abrir la jarra y, radiante de satisfacción, derramó un buen
puñado de aquel fruto negro y brillante en las palmas de Jesús. Después, siguiendo las
instrucciones del Galileo, fue repartiendo el resto de las pasas a cuantos nos hallábamos en el
huerto.
Aquella colación matutina transcurrió en un ambiente distendido. Los apóstoles parecían algo
más calmados que en la noche anterior, aunque algunos como Pedro, Tomas y el Zelotes- no
tardaron en descubrir que faltaba Judas. Sin embargo, por los comentarios que pude captar, los
discípulos lo atribuyeron a las obligaciones habituales del Iscariote como administrador general
del grupo y, más concretamente, a los detalles de la preparación de la inminente fiesta de la
Pascua. Ninguno de los ahí reunidos, por cierto, sabía dónde y cómo pensaba celebrarla el
Maestro. En mi opinión, y a la vista de los graves acontecimientos que venían produciéndose,
en relación con la determinación del Sanedrín de apresar a Jesús, aquel asunto de la Pascua
tampoco les preocupaba excesivamente.
Hacia las diez de la mañana hizo acto de presencia en el campamento José de Arimatea. Le
acompañaba uno de sus sirvientes. Al verle, el Nazareno le invitó a sentarse junto al grupo.
Pero José rehusó amablemente, indicándole que necesitaba conversar a solas con él.
El Maestro se levantó y ambos se alejaron unos pasos, hasta situarse junto al muro de la
cuba de piedra destinada a almazara.
El de Arimatea, con el semblante serio, gesticulaba, exponiéndole al Ga