Test Drive | Page 171

Caballo de Troya J. J. Benítez José quedó muy impresionado. Estimaba mucho al resucitado y al conocer lo sucedido empezó a valorar -en toda su dimensión- la gravísima resolución de Caifás y de sus sacerdotes de arrestar al Maestro. Pero, sobreponiéndose, aguardó pacientemente a que llegara Jesús. Muy cerrada ya la noche, el gigante y Marcos irrumpieron en el campamento, tan solos como habían marchado. Jesús soltó el lienzo que había anudado en torno a sus cabellos y, mostrándose de un humor excelente, saludó a sus amigos, sentándose junto al fuego, tal y como tenía por costumbre. Pero la acogida no fue muy calurosa. Aquellos hombres estaban demasiado asustados y confusos como para seguir las bromas de su Maestro. En el fondo se habían acostumbrado a su presencia y aquella jornada, sin él, les había resultado extremadamente larga y vacía. Jesús notó en seguida el ambiente tenso y las caras largas. Sin embargo, nadie se atrevió a preguntarle. Ni uno solo tuvo valor para contarle el rumor sobre la precipitada huida de Lázaro... A pesar de ello, el Galileo trató por todos los medios de borrar aquella atmósfera cargada y, durante un buen rato, se interesó por las familias de los discípulos. Al llegar a David Zebedeo, Jesús fue mucho más concreto, interrogándole sobre su madre y hermana menor. Pero David, bajando los ojos hacia el suelo, no respondió. Estaba claro que el jefe de los «correos» -que no cesaban de entrar y salir del campamento- había preferido no lastimar a Jesús, anunciándole que había dado órdenes para que María y el resto de su familia se personaran en Jerusalén. En aquel instante al observar la suma delicadeza del discípulo, sentí una gran simpatía hacia él. Aquel sentimiento terminaría por transformarse en admiración, a la vista de su comportamiento en las duras horas que siguieron al prendimiento de Jesús. Aquel hombre, precisamente, y su cuerpo de mensajeros, iban a constituir durante las negras jornadas que se avecinaban el «corazón» y el «cerebro» del maltrecho grupo... En vista de que aquellas últimas horas no estaban resultando tan íntimas y familiares como deseaba el Maestro, éste, tomando la palabra, les dijo: -No debéis permitir que las grandes muchedumbres os engañen. Las que nos oyeron en el Templo y que parecían creer nuestras enseñanzas, ésas, precisamente, escuchan la verdad superficialmente. Muy pocos permiten que la palabra de la verdad les golpee fuerte en su corazón,