Caballo de Troya
J. J. Benítez
con espadas. Uno se situó al sur, en la entrada del huerto y el otro, al norte, en las
proximidades de la gruta. El relevo se efectuaría cada hora.
Pero Jesús no se movió. Sentado a metro y medio de la hoguera -y de espaldas al olivar-,
permaneció unos minutos con la mirada fija en las ondulantes y encarnadas lenguas de fuego,
que chisporroteaban a ratos a causa de algunos de los troncos, algo más húmedos que el resto.
Pronto me quedé solo, frente a él y con la fogata como único testigo, casi mudo, de la que
iba a ser mi tercera y última conversación con el Maestro. Sus brazos descansaban sobre las
piernas, cruzadas una sobre otra. El Nazareno había abierto sus manos, recogiendo el calor
sobre las palmas. Tenía la cabeza ligeramente inclinada hacia adelante y sus cabellos y rostro
se iluminaban y apagaban, a capricho del jugueteo de las llamas. Su expresión, acogedora y
apacible durante toda la noche, se había vuelto grave.
De pronto, el corazón me dio un vuelco. Brillante, tímida y sin prisas, una lágrima había
hecho aparición en su mejilla derecha. Era la segunda vez que veía llorar a aquel extraño
hombre...
No respiré siquiera, conmovido e intrigado por aquel sereno y súbito llanto del Galileo. Pero
Jesús parecía totalmente ausente. Y a los pocos minutos, echando la cabeza hacia atrás, inspiró
profundamente, incorporándose. En mi mente bullían y se cruzaban un sinfín de hipótesis sobre
el estado de ánimo del Galileo, pero no me atreví a moverme.
Le vi alejarse hacia el interior del olivar y detenerse a cosa de treinta o cuarenta pasos de
donde me encontraba. Y así permaneció en pie y con la cabeza baja- por espacio de una hora.
La luna, casi llena, solitaria entre miles de estrellas, se encargó de bañarlo con una luz
plateada, oscilante a veces por una brisa que entraba de puntillas entre las hojas verdiblancas
de los olivos.
Sin saber exactamente por qué, esperé. La temperatura había descendido notablemente,
haciendo tiritar a los astros con escalofríos blancos, azules y rojos. Durante un tiempo que no
sabría precisar me quedé con el rostro perdido en aquel negro y soberbio firmamento. Venus,
en conjunción con el sol en aquellas fechas, no era visible. Por su parte, Júpiter, con un brillo
cada vez más débil (magnitud 1,6 aproximadamente), se levantaba a duras penas sobre el
oeste, a escasa distancia del hermoso racimo estelar de Las Pléyades. Y en lo más alto,
disputándose la primacía, las refulgentes estrellas Regulus, Capella, Aldebarán, Betelgeuse y
Arcturus, arropadas por las constelaciones de Leo, Auriga, Taurus, Orión y Bootes,
respectivamente.
Jesús me sorprendió cuando alimentaba la hoguera con una nueva carga de leña.
-Jasón -me dijo-, ¿no duermes? Sabes de la dureza de las próximas horas. Deberías
descansar como todos los demás...
Sentado junto al fuego le miré con curiosidad, al tiempo que le invitaba a responder a una
pregunta que llevaba dentro desde que le había visto alejarse hacia el olivar:
-Maestro, ¿por qué un hombre como tú necesita de la oración...? Porque, si no estoy
equivocado, eso es lo que has hecho durante este tiempo...
El Galileo dudó. Y antes de responder, volvió a sentarse, pero esta vez junto a mi.
-Dices bien, Jasón. El hombre, mientras padece su condición de mortal, busca y necesita
respuestas. Y en verdad te digo que esa sed de verdad sólo puede aplacarla mi Padre. Ni el
poder, ni la fama, ni siquiera la sabiduría, conducen al hombre al verdadero contacto con el
reino del Espíritu. Es por la oración cómo el humano trata de acercarse al infinito. Mi espíritu
empieza a estar afligido y yo también necesito del consuelo de mi Padre.
-¿Es que la verdadera sabiduría está en el reino de tu Padre?
-No... Mi Padre es la sabiduría.
Jesús recalcó la palabra «es» con una fuerza que no admitía discusión.
-Entonces, si yo rezo, ¿puedo saciar mi curiosidad e iluminar mi espíritu?
-Siempre que esa oración nazca realmente de tu espíritu. Ninguna súplica recibe respuesta,
a no ser que proceda del espíritu. En verdad, en verdad te digo que el hombre se equivoca
cuando intenta canalizar su oración y sus peticiones hacia el beneficio material propio o ajeno.
Esa co