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Caballo de Troya J. J. Benítez Si los centinelas romanos sabían qué clase de suerte les aguardaba, en el supuesto que desertaran de la misión que se les encomendaba, ¿cómo encajar entonces aquellos comentarios de numerosos exégetas católicos que afirman «que los centinelas que guardaban el sepulcro huyeron aterrorizados»? (Una vez más, los hechos registrados en aquel amanecer del domingo no iban a coincidir con estas «justificaciones teológicas», tan apresuradas como faltas de rigor.) Al pasar nuevamente por el patio porticado y ver a aquel legionario, con el pesado fardo a cuestas, no pude resistir la tentación e interrogué al centurión, que nos acompañaba ya hacia el túnel de salida de la Torre Antonia. Civilis me aclaró que se trataba de la «ignominia» o castigo menor. A causa de alguna falta -que el oficial no me detalló-, aquel soldado había sido castigado a permanecer durante todo un día con una carga de tierra sobre sus espaldas. (Elíseo me confirmaría que aquel tipo de penalizaciones había sido «inventado» por el anterior emperador Augusto.) La soldadesca había vuelto a sus faenas habituales. Algunos, sentados en bancos de madera de pino, se afanaban bajo los pórticos en la limpieza de sus cinturones y espadas o repasaban sus sandalias. Recuerdo que al ver el calzado de uno de aquellos soldados me llamó la atención la suela. Tomé una de las sandalias y, ante la atónita mirada de su propietario, conté los clavos que habían sido incrustados en la cara externa de la misma. ¡Catorce! Formaban una «S», arrancando desde el tacón y llenando prácticamente la totalidad de dicha suela. (Como también apunté, aquel mortífero calzado iba a ocasionar dolorosas lesiones en el cuerpo de Jesús de Nazaret.) Debían ser las tres de la tarde cuando, tras recuperar mi «vara de Moisés» y saludar a Civilis, José y yo cruzamos el puente levadizo, dando por concluida aquella agitada e instructiva visita a la sede de Poncio Pilato. Al vernos entrar en la mansión de José, el saduceo a quien yo había rogado que siguiera los pasos de Judas, el Iscariote, y que nos esperaba desde poco después de la hora sexta (las doce d