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Caballo de Troya J. J. Benítez uno cargaba sobre sus brazos un buen número de palos de un metro de longitud. Entre empujones, protestas y todo tipo de imprecaciones, medio centenar de romanos se hizo al fin con los bastones. Y el silencio cayó de nuevo sobre aquella masa de energúmenos. Al poco, y por la misma puerta por donde habíamos penetrado en la explanada, vimos aparecer a un hombre joven, cubierto con la típica túnica roja de los legionarios, escoltado por dos centinelas. Al llegar frente a los centuriones, Civilis le saludó con el brazo en alto. El condenado respondió al saludo y, sin más preámbulos, el jefe de las centurias ordenó a la custodia que le despojaran de su vestimenta. Desde mi posición, a espaldas de los oficiales observé cómo Civilis entregaba su bastón al tribuno. Mientras uno de los centinelas sostenía la lanza de su compañero, éste, haciendo presa en el escote de la túnica, dio un fuerte tirón, desgarrándola hasta la cintura. Inmediatamente, el soldado tomó la prenda por la parte baja del desgarrón, abriéndola en su totalidad con otro certero golpe. Arro